14 de enero de 2017

MEDITANDO LA PALABRA DE DIOS- T.O.- Ciclo II -


          “Tras de mí viene un hombre que está por delante de mí, porque existía antes que yo. Yo no lo conocía, pero he salido a bautizar con agua para que sea manifestado”. Juan el Bautista ha sido escogido para que sus contemporáneos pudieran acoger el Mesías prometido que estaba por llegar. Juan ha sido llamado a ser testigo de la Verdad, para ayudar a los hombres a salir de su egoísmo y ambición para abrirse y acoger la Verdad que está por llegar. Juan sólo piensa en anunciar al Mesías anunciado, y al principio lo hace sin conocerlo, lo que tiene su mérito; después, tal como él mismo dice, una vez que ha visto descender el Espíritu sobre Jesús, insiste con vehemencia que éste es el Hijo de Dios. Por defender este mensaje de Verdad contra viento y marea, Juan no dudará en dar hasta su vida y su cabeza rodará por  denunciar las irregularidades de la vida de Herodes.

            Esta página del evangelio es una llamada seria para nosotros que queremos ser cristianos en este inicio del siglo XXI. Plantea una vez más la realidad, el acontecimiento que es Jesús, el Mesías. Como cristianos confesamos que el hombre Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios hecho hombre, venido al mundo para ofrecer a los hombres un mensaje nuevo, mensaje que contiene una promesa de salvación, fruto del amor que Dios tiene a los hombres, que no duda en llamarlos a ser sus hijos y prometerles, para después de la muerte, una vida que no conocerá término, que llevará a su plenitud los deseos del espíritu humano.

            La figura de Jesús emerge en el panorama de nuestro mundo pero hay modos y modos de aceptar a Cristo. Hay quien le reconoce como hombre extraordinario, como pensador genial, incluso como profeta. Pero esto no basta. Él desea ser reconocido como Salvador, como Redentor, como Hijo del Padre, como Dios. Porque Él es la Palabra por medio de la cual se hizo todo y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. Él es el centro de la historia, nos ha llamado a la vida, nos conoce, nos ama, es amigo y compañero de nuestra vida. Pero es también el hombre que asumió la realidad de la vida humana, la dimensión del trabajo; él se hizo pobre, pequeño y humilde, él fue oprimido y paciente, él experimentó el dolor y el sufrimiento. Y todo esto lo hizo por nosotros, por nuestra salvación.
           
Pero es necesario admitir que incluso entre los que se reconocen como cristianos hay muchos que se resisten a dar crédito a la fe de tantas generaciones que lo proclaman muerto en la cruz y resucitado de entre los muertos. Esta historia de la victoria pascual de Jesús, de su resurrección después de haber estado en el sepulcro, hace reir a los que se creen sabios, y como en tiempos de Pablo repiten: “De este tema ya te oiremos otro día”. Pero sin fe en la victoria sobre la muerte no hay cristianismo posible.

            Sin duda creer en Jesús no siempre es fácil; porque no basta aceptar su mensaje con la mente; hay que llevarlo a la vida y ésto a menudo es duro, exige decisión y generosidad. Pero si queremos ser cristianos hemos de decidirnos en este sentido, y, como él mismo dice, cargar con la cruz cada día y seguirlo. Y cargar la cruz quiere decir buscar el bien y la verdad, la justicia y la paz, mantener el respeto hacia los demás, no rehuir los compromisos adquiridos, no anteponer nuestros caprichos a los mandamientos de Dios, que en el fondo no son sino las condiciones mínimas para que la vida en este mundo no sea una selva en la que prevale la ley del más fuerte.


            Dios nos ha llamado por nombre para que llevemos a cabo una misión concreta, cada uno la suya, pero todos dentro del plan de salvación dispuesto por Dios. Jesús ha sido llamado para ser el Siervo de Yahvé, Juan para ser Precursor, Pablo para ser apóstol de Jesucristo, cada uno de nosotros para ser discípulos de Jesús, hijos de Dios, anunciadores del la Buena Nueva del evangelio con nuestra vida. Como Jesús, como Juan, como Pablo, asumamos nuestra llamada y seamos fieles colaboradores de la gracia de Dios, para que gozar para siempre de la paz que Dios ofrece a los que creen en él.

8 de enero de 2017

FIESTA DEL BAUTISMO DEL SEÑOR (A)


        “Fue Jesús desde Galilea al Jordán y se presentó a Juan para que lo bautizara”. San Mateo ha evocado hoy la escena del bautismo de Jesús realizado por Juan el Bautista, en las orillas del Jordán. Juan, llamado el Bautista, invitaba a sus contemporáneos a reconocer sus pecados para prepararse espiritualmente y acoger al enviado de Dios, el Mesías, que estaba por llegar para la salvación de los hombres. Y como signo de esta conversión les proponía una ablución con agua, un bautismo, en las aguas del río, que era solamente un anuncio de la obra del Mesías. Y un día, Juan vio comparecer a Jesús de Nazaret ante él pidiendo ser bautizado. Una vez cumplido el gesto ritual, Juan, como cuenta san Mateo, contempló como se abría el cielo y el Espíritu de Dios se posaba sobre Jesús, mientras la voz del Padre proclamaba: “Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto”. De este modo Dios manifestaba que el hombre Jesús, el Hijo de María, era su Hijo, el enviado de Dios, que quería y podía ofrecer a los hombres la posibilidad de la salvación.

            Nosotros, los hombres y mujeres de todos los tiempos, hemos recibido de Dios la vida, con todo lo que comporta: inteligencia, voluntad, libertad, capacidad de las más variadas iniciativas. El creador del universo ha querido confiar su obra a los humanos para que, cada uno a su manera, contribuyan a su crecimiento y evolución. Pero a Dios le pareció poco todo eso, y decidió darnos lo mejor de sí mismo, invitándonos a participar de su misma vida y poder ser sus hijos por adopción. Para ello envió a su mismo Hijo para que se hiciese hombre y compartiese en todo nuestra condición humana, excepto el pecado. de Dios, y por medio del rito de nuestro bautismo nos ha dado esta posibilidad de que seamos reconocidos como hijos de Dios.

            Pero no se recibe el bautismo sólo para ser etiquetados exteriormente como miembros de la Iglesia, hijos de Dios, o cristianos. El bautismo pide por su misma esencia que vivamos como creyentes, que seamos y nos manifestemos como lo que somos, es decir como hijos de Dios. En esta perspectiva Jesús es para nosotros el modelo que hemos de imitar para vivir como hijos de Dios. De él decía hoy san Pedro que pasó haciendo el bien, es decir que, en toda su vida, buscó con tenacidad lo que es bueno, lo que es verdadero, justo y noble. Los evangelios recuerdan que Jesús repetía: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado. Y este mandamiento lo concretaba más al proponer a los suyos como regla de vida: “No hagáis a los demás lo que no queréis que os hagan a vosotros”. Todo un programa de vida, de actuación.

            Pero cabe preguntarse hasta qué punto los cristianos hemos sido fieles a la voluntad de Jesús. Un repaso de la historia muestra que dos mil años de cristianismo no han logrado cambiar a la humanidad. El egoísmo, la ambición, el odio, la violencia continuan desgarrando las relaciones de los hombres, la convivencia entre los pueblos. Y tantas otras lamentables realidades que han dejado sus huellas en la vida de los pueblos. La consideración de este panorama trágico puede hacer pensar que la salvación prometida por Dios es una quimera, y que no ha servido de nada que Dios nos haya llamado a ser sus hijos.


            Dios, en su Hijo Jesucristo, ha venido a ofrecer la salvación a los hombres, pero Dios no salva a la fuerza. Dios respeta la libertad del hombre y en la medida en que éste cierra sus oídos y sus ojos, endurece su voluntad, pone obstáculos a la gracia de Dios, todo queda paralizado. Nadie gana en generosidad a Dios, siempre dispuesto a derramar sus gracias, sus bendiciones sobre los hombres; pero desea, espera, solicita de parte nuestra un mínimo de aceptación, de consentimiento. Hoy es un día propicio para reflexionar sobre nuestro bautismo y renovar nuestras disposiciones para abrirnos a Dios y tratar de vivir no según nuestros caprichos y antojos, sino de acuerdo con la voluntad de Dios que es nuestro Padre, para demostrar día a día que aceptamos ser hijos de Dios y lo demostramos con nuestro modo de obrar, buscando el bien, la verdad, el amor, la justicia y la paz.

6 de enero de 2017

EPIFANÍA DEL SEÑOR


“¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo”. San Mateo recuerda hoy  el episodio curioso de una estrella que apareció en el firmamento y despertó el entusiasmo de unos personajes de los que se dice únicamente que eran unos Magos y que venían de Oriente, los cuales, dejándolo todo, se pusieron en camino para adorar a un niño, que consideraban Rey de los judíos, desconocido de todos. El texto de Mateo indica que los mismos judíos, al oir la extraña noticia se inquietaron, y el rey Herodes pidió consejo a las autoridades religiosas sobre el niño buscado. Los Magos, siguiendo en su búsqueda, finalmente hallan el objeto de sus ansias, y se postran adorando a aquel Rey anunciado. Una vez cumplida su misión, volvieron a sus países de origen por otro camino. Contemplaron una estrella, pero no se pararon en el esplendor de su magnificencia física: supieron entender su mensaje, un mensaje que cambió su vida. La Iglesia de los cristianos ha entendido este enigmático episodio como una profecía: Dios llama a todos los pueblos, a todos los hombres a postrarse ante el Hijo de Dios hecho hombre, ante el Hijo de María, Jesús, el Mesías, el Salvador.

            Nosotros estamos llamados a ser una respuesta concreta a aquel episodio de los Magos de Oriente. En efecto, nosotros formamos parte de la multitud de pueblos no judíos, llamados por Dios a adorar a su Hijo, que los Magos prefiguraron. Nosotros, por nuestro bautismo, hemos sido hechos hijos de Dios, hemos alcanzado por gracia lo que aquellos Magos sólo pudieron intuir en su inicial aceptación de la fe. Conviene insistir en que la estrella que vieron los Magos supuso un cambio profundo en su vida. Mateo apunta que los Magos, una vez adoraron a Jesús, volvieron a su país por otro camino, para subrayar la nueva dimensión que se había introducido en su vida. La celebración de la Epifanía ha de recordarnos la universalidad de la llamada de Dios a la fe y al mismo tiempo su gratuidad.

            Pero la solemnidad de la Epifanía posee un aspecto folklórico que la tradición de nuestro pueblo ha cuidado con cariño: todos somos sensibles a la imagen de los Reyes de Oriente, que pasan repartiendo regalos y haciendo la felicidad de los niños. Pero este hecho tan familiar y entrañable puede inducir a que muchos no entiendan debidamente la dimensión del misterio de la Epifanía que celebramos, y que caiga así en el olvido el tema importante de la vocación a la fe que Dios dispensa a todo hombre, sea el que sea el color de su piel, su raza, su cultura. La celebración de la Epifanía es una llamada más a tomarnos en serio la dimensión universal de nuestra condición de cristianos, superando barreras, abriendo horizontes, renovando nuestro modo de pensar y de actuar, tal como hicieron los Magos.

            En la noche de nuestro mundo brillan en el firmamento infinidad de estrellas. No es necesario entretenerse en enumerar estas estrellas. Para nosotros cristianos continua brillando la estrella que guió a los Magos, que es Jesús, el Salvador de los hombres, que ofrece a todos con el don de la fe la posibilidad de trabajar para que en nuestro mundo reine la justicia, la libertad y la paz, de las que tanto está necesitada nuestra sociedad, torturada por el egoísmo, la ambición, el odio y la violencia. Cada uno de nosotros conoce su propia historia y sabe qué señales Dios le ha ofrecido para llamrlo a la fe. Pero es mucho más importante saber cómo hemos respondido. Es de desear que hayamos sido imitadores de los Magos, capaces de dejar su cómoda situación para seguir la estrella y llegar a Jesús, a pesar de todas las dificultades que, sin duda, aparecerán. Y sobre todo, si hemos llegado a Jesús, no volvamos sobre nuestros pasos sino iniciemos nuestro regreso por caminos nuevos, por la senda que conduce a la vida.