30 de junio de 2017

MEDITANDO LA PALABRA DE DIOS D.13 - c.a.


“El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí; el que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí; el que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí la encontrará”. Estas afirmaciones que Jesús hace ante sus discípulos  provocaron que más de uno se hiciera atrás y dejara de seguirle. Al recordarlas hoy de nuevo pueden provocar reacciones en aquellos que quieren adaptar el evangelio a la mentalidad moderna, hacerlo más fácil y asequible, para que puedan ser más lo que lo abracen. Jesús ofrece a los hombres un camino, un camino que conduce a la vida, un camino que excluye atajos, que rechaza mitigaciones, que prefiere, aunque cueste aceptarlo, ser pocos pero convencidos, que muchos titubeantes.
Estas palabras de Jesús iban dirigidas en primer lugar a los apóstoles, pero que valían también para todos los que pretendían ser discípulos suyos. En primer lugar Jesús se refiere al deber ya inculcado por el Decálogo del Antiguo Testamente de amar a los padres. Amar al padre y a la madre no quiere decir simplemente querer a quienes nos han dado la vida, sino que lleva consigo reconocer la realidad de nuestra existencia según todas sus dimensiones sociales, ambientales y culturales, sentirnos solidarios con el mundo que nos ha visto nacer, en el que vivimos y nos movemos. Jesús no pide renunciar a esta realidad, porque no ha venido a abolir la ley, sino llevarla a término. Jesús pide actuar en la vida de tal manera que estas obligaciones hacia los padres no se antepongan a la exigencia esencial con Dios, contraída por el bautismo. Tener hijos, dar la vida a nuevos seres humanos es un modo estupendo de colaborar con el Creador del universo. Ser reconocido y amado como engendrador de vida es sin duda una experiencia noble e impresionante. Pero a los discípulos de Jesús se les pide llevar a cabo esta digna función, no de cualquier manera, sino según la voluntad de Dios, según las exigencias del Evangelio.
Renunciar a sí mismo hasta perder su propia vida es algo que escandaliza, sobre todo en este momento en que se considera un valor supremo realizar el propio proyecto de vida. Lo que nos pide Jesús, si queremos seguirle, no es destruir estos ideales, ignorando su valor, sino vivirlos de tal manera que no pongan obstáculos al servicio de Dios y de su evangelio. Jesús no invita a una destrucción absurda de la propia personalidad, a una renuncia por la renuncia de todo lo bueno. Una exigencia de este tipo significaría invitarnos a sacrificar nuestra personalidad e impedirnos entrar en el juego de la libertad con las continuas cuestiones que ésta propone y que ayudan a nuestro crecimiento como personas. Lo que Jesús propone es amarle y seguirle de verdad, es disponerse a recibir de él el sentido de nuestra existencia y de nuestras relaciones, es aceptar el conquistar nues­tra vida con él, por él y gracias a él.
San Pablo, en la segunda lectura, exhortaba a vivir con plenitud el bautismo que hemos recibido, por el cual participamos realmente en la muerte y en la resurrección de Jesús. Por el baño del agua del bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para resucitar a una vida nueva; así como Jesús resucitó por la gloria del Padre, así también nosotros hemos de andar en una vida nueva. Es todo un programa de vida, es una invitación a renovar nuestra vida cristiana a fin de que vivamos lo que creemos sobre todo cuando dejamos la iglesia y volvemos a nuestros hogares.
El proyecto de seguir ante todo y sobre todo a Jesús, no  conduce a un egoísmo cerrado y estéril. Seguir a Jesús y sentirse enviado por él, exige acoger al hermano, sea quien sea, apóstol o profeta, grande o pequeño, importante o insignificante, justo o injusto, rico o pobre, como a él mismo. Hoy, la primera lectura ilustraba estas palabras al recordar el modo como la mujer de Sunem reverenció y acogió al profeta Eliseo. Entender esta recomendación del Señor viene a ser como una llave que puede abrir muchas puertas, que puede derribar muchos muros de incomprensión y división, que no facilitan la convivencia entre los humanos. Ver a Jesús en el otro, sea quien sea, no es un misticismo cursi y tras-nochado, sino un modo muy concreto de encarnar el evangelio en nuestro mundo actual.
J.G


17 de junio de 2017

CORPUS CRISTI


“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él”. El mundo entero en general y nuestra país en particular están viviendo un momento delicado: en nombre del progreso y de la libertad y bajo el imperativo del agnosticismo y la indiferencia religiosa, se intenta prescindir cada vez más de Dios y de su mensaje, poniendo en peligro incluso valores fundamentales de la misma esencia de la sociedad humana. Para los que creemos resulta doloroso ver como se margina a Dios, el Dios de nuestros padres, el Dios que nos ha creado, que nos lleva de la mano día tras día, a través de lo bueno y de lo malo, y que quiere llevarnos hasta hacernos participar de su vida y de su felicidad para siempre.
         El evangelio recuerda hoy que Dios ha amado a los hombres hasta lo indecible, hasta el punto de que  no ha dudado en darles lo que más quería, es decir su propio Hijo. Y este Hijo que Dios ha entregado a los hombres ha querido hacerse uno de nosotros, ha escogido pasar por todo como nosotros, incluso por la muerte. Y lo ha hecho para mostrar con toda claridad que ha venido al mundo para salvar, no para condenar. Nuestro Dios ha dado a conocer este designio de amor y de salvación, y espera nuestra respuesta en un diálogo de vida y de amor. La experiencia constata que existen en el mundo el pecado y la maldad, pero también muestra que entre los hombres se da la bondad, que en ellos hay posibilidad de cambio, de superación, y es por esta razón que Jesús ha venido a estar entre los hombres para salvarlos. Dios no falta nunca a sus citas con el hombre y podemos afirmar que el hambre y la sed de Dios que el hombre  puede experimentar no son nada comparadas con el hambre y la sed del hombre que siente Dios
         Pero es necesario reconocer también que esta buena nueva, este anuncio acerca del amor de nuestro Dios a veces, por culpa nuestra, ha sido desvirtuado, como consecuencia de un celo que no siempre ha sabido unir ciencia teológica con devoción,  Para convencer que conviene evitar el pecado, a menudo se ha presentado a Dios como juez inapelable, celoso de sus derechos, capaz de suscitar temor pero no amor. Esta reflexión puede ayudar a entender el alejamiento de muchos, el rechazo de tantos hacia Dios y  su amor.        .       
          No es solo el evangelio que nos habla del amor de Dios para con los hombres. Hoy, la primera lectura recordaba como Moisés, el caudillo de Israel, después de hacer salir de Egipto a su pueblo, lo conducía a través del árido desierto, hacia la tierra prometida. Pero aquel pueblo, inconstante y débil, olvidando los beneficios  recibidos, en un momento de crisis de confianza, erigen un becesrro de oro, al que rinden homenaje. Y cuando se podía esperar un castigo justo a tal desliz del pueblo, el Señor se complace en repetir a Moisés que Dios es  compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia. Se podían esperar palabras de reproche o de castigo; en cambio se anuncia un mensaje de amor y misericordia. Dios quiere que su pueblo entienda una vez por todas que, a pesar de la debilidad del pecado, se mantiene siempre su disponibilidad a perdonar y a proteger a quienes considera sus hijos amados.
         Hoy Pablo, en la segunda lectura decía a los corintios: “Alegraos, enmendaos, animaos; tened un mismo sentir y vivid en paz”. El ambiente de la comunidad de Corinto respiraba un pesimismo desesperado, parecido al de nuestro tiempo. Por esto el Apóstol invita a abrirse a una alegría vivificante y optimista, tal como brota de la fe en la resurrección de Jesús de entre los muertos. Abramos nuestro espíritu para que el Dios del amor y de la paz esté con nosotros  y nos acompañe en nuestro caminar hacia la casa del Padre.




3 de junio de 2017

Solemnidad de Pentecostés


           “Como el Padre me ha enviado, así tam­bién os envío yo. Recibid el Espíritu Santo”. En la tarde del día de Pascua,  Jesús invita a los que le acompa­ñaron durante su ministerio por tierras palestinas, a ser sus testi­gos. Aquellos hombres, dominados por el miedo y la angustia, que vivieron la experiencia inolvidable de hallarse cara a cara con el que, victorioso del pecado y la muerte, había resucitado de entre los muertos, son llamados a participar de alguna manera en la victoria de Jesús, y para ello se les ofrece su mismo Espíritu, el Espíritu Santo..
            No estará de más preguntarse sobre el “Espíritu Santo”. Desde  las primeras páginas de la Biblia se habla del Espíritu de Dios que, como viento impetuoso e irresistible, en el momento de la creación suscitaba la vida en el caos del universo inicial. Este mismo Espíritu guió después a todos los justos de la historia, animó a pa­triar­cas y profetas y cubrió con su sombra a la Virgen María para hacer de ella la Madre de Dios. Descendió bajo forma de paloma sobre Jesús de Nazaret en el momento de su bautismo en el Jordán y fue la fuerza que se manifestaba en Él en la predicación del Evangelio y la realización de los signos que la acompañaban. El evangeli­sta Juan describe la muerte de Jesús en la Cruz como la entrega de su Espíri­tu al Padre. Y es este mismo Espíritu que hace resu­citar a Jesús de entre los muertos, y apenas resucitado, da a los suyos el mayor don que podía darles como prueba de amor: el Espí­ritu Santo. Con la fuerza del Espíritu los discípulos han continuar la obra del Resucitado y llevarla hasta los confines de la tierra y de la historia.
            Jesús relaciona el don del Espíritu con el perdón de los pecados. No agrada al hombre moderno hablar de pecado. Y sin embargo el pecado ocupa un lugar en la teología de la redención. Por pecado se entiende la actitud de los humanos que, de alguna manera, rechazan su relación de amistad con Dios. Como dice el Génesis, el hombre quiso ser como Dios no aceptando su condición de criatura. Y fue necesario que el Hijo de Dios se hiciera hombre y aprendiese sufriendo a ser obediente para que se renovara, en la cruz y la resurrección, la relación de amor entre Dios y el hombre. Quien posee el Espíritu de Dios no puede dejarse llevar por el pecado en cualquiera de sus formas, ya sea de egoísmo, de ambición o de sensuali­dad. El Espíritu, para usar otra metáfora de la Biblia, es como un fuego que quema y consuma, que purifica, que con­formar según la voluntad de Dios a aquellos que han sido llamados a ser sus hijos y que han de vivir según el mensaje del evangelio.
            En la primera lectura, san Lucas evocaba el comienzo de la misión que Jesús confíó a los apóstoles con el don del Espíritu. Una lluvia de fuego, el Espíritu, baja sobre los apóstoles, y éstos empiezan a pro­clamar las maravillas de Dios de tal manera que todos los pueblos, a pesar de las distintas len­guas, los entienden. El Espíritu ha puesto fin a las barreras que separaban a las di­versas naciones, para que en la unidad de la fe en Jesús, bajo la acción del único Espíritu, se lleve a cabo la unidad y la fraternidad de todos los hombres.
            En el bautismo hemos sido incorporados en el único cuer­po de Jesús, que es la Iglesia, en la cual, como ha recordado san Pablo en la se­gunda le­ctura, hay diversi­dad de dones, de servi­cios, de funciones, fruto del único Espíri­tu que dispone a todos y cada uno para ser­vir al único Dios y a su Hijo, Jesús. Por el Espíritu se nos han perdonado los pecados, por el Espíritu somos hijos de Dios y por el Espíritu se nos invita a crecer en el amor, que hace superar todo tipo de divisiones, para dejar que Dios obre todo en todos nosotros.  San Pablo decía también que nadie puede decir «Jesús es el Señor» si no es bajo la acción del Espíritu Santo. Es de desear que esta celebración de Pentecostés nos ayude a ser dóciles a la acción del Espíritu, de modo que, en nuestra vida cotidiana, nos mostremos herederos del Espíritu al servicio del Evangelio y de todos los hombres nuestros hermanos.
J.G.
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