12 de agosto de 2017

Meditando...Domingo XIX -Ciclo A



“Los discípulos viendo a Jesús andar sobre el agua, se asustaron y gritaron de miedo, pensando que era un fantasma. Jesús les dijo: Animo, soy yo, no tengáis miedo”. La página del evangelio de san Mateo que acabamos de escuchar ha evocado un episodio de la vida de Jesús que sorprende por el hecho de afirmar que caminaba  sobre las aguas del lago. Más que interrogarnos acerca de la historicidad del hecho, conviene preguntar sobre el sentido que tiene este relato y sobre el mensaje que el evangelista quiere transmitirnos.
Una atenta lectura del texto muestra el deseo de ayudar a los apóstoles a comprender quién era en realidad el Maestro a quien seguían, en el que habían puesto su esperanza. Mientras los apóstoles estaban solos en la barca, zarandeados por las olas del lago, Jesús se hizo presente caminando sobre las aguas. La sorpresa y el espanto hacen presa de los discípulos, pero Jesús se da a conocer con sus palabras e invita a desechar cualquier temor. La escena concluye con el reconocimiento pleno de Jesús, expresado por una confesión de fe: “Realmente eres el Hijo de Dios”. En la vida, experimentamos a menudo momentos de zozobra e incluso de miedo ante situaciones defíciles, que se nos escapan, sintiéndonos pobres y abandonados. En estas circunstancia conviene tener presente que Jesús permanece cerca de nosotros, que a veces puede hacerse presente de forma insolita, suscitando temor y desasosiego. Pero su palabra no da siempre confianza: “¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!”.
Pero el apóstol Pedro pide a Jesús poder andar sobre el agua: “Si eres tú, mándame ir hacia ti sobre el agua”. Antes de la pasión, este mis moPedro manifestará su voluntad de acompañar a Jesús hasta la muerte, pero, a la primera dificultad, no dudará en negarle. Ahora, invitado por Jesús a  caminar sobre el agua, en el momento crucial le falta fe, y empieza a hundirse. “¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?” le echa en cara Jesús. La lección es muy clara: Hay que aferrarse a la Palabra de Dios hecha hombre en Jesús, con una fe total y decidida, si queremos dar sentido a nuestra vida y, después, tener parte en la salvación que Jesús ha venido a anunciar. En el compromiso con Jesús no caben dudas o vacilaciones.
Quizá es fácil criticar a Pedro por su atrevimiento. Pero  el gesto de Pedro, por su osadía, que tiene como fundamento su fe en Jesús: “Si eres tú, mándame venir hacia ti andando sobre el agua”, merece más admiración que la actitud de los demás apóstoles, que permanecen cómodamente instalados en la precaria seguridad de las maderas que forman la barca. A esos les falta la fe en Jesús, para lanzarse con atrevimiento e iniciativa a emprender nuevas esperiencias.
Esta escena del lago ha de entenderse como una manifestación más de Dios de las muchas que recuerda la Biblia. La primera lectura ha recordado la manifestación de Dios al profeta Elías en la montaña del Horeb. Elías, perseguido a muerte por su fidelidad a Dios, superando el desánimo que lo atenazaba, peregrina hasta la montaña santa. Y allí Elías puede gozar de la intimidad de Dios, no en el estruendo de huracanes, terremotos o incendios, sino en el susurro ligero de la brisa. Dios se insinúa en el espíritu de Elías con la suavidad enérgica del Espíritu, para hacer de él el testigo ardiente e invencible de los derechos del Señor entre su pueblo.
En la segunda lectura, san Pablo ha recordado el drama  del pueblo de Israel, adoptado por Dios como hijo, pero que cuando vino Jesús los suyos no le recibieron. Esta realidad es una advertencia a cuantos hemos aceptado creer en Jesús, los cristianos, para apreciar el don recibido de la fe y conservarlo, no sea que nos pase lo que a Pedro, que, a pesar de caminar sobre el agua, por haber dudado se hundió en el mar. La fe en Jesús es la única seguridad que los hombres podemos tener si queremos atravesar la vida tratando de dar un sentido a la misma. Pero si en algún momento nuestra fe decae, si sentimos que nos hundimos, no olvidemos de gritar al Señor, que nos ayudará, que extenderá su mano y nos dará la posibilidad de llegar a puerto.
J.G.



28 de julio de 2017

Meditando la Palabra de Dios -Domingo XVII A

           
           “Da a tu siervo un corazón dócil para discernir el mal del bien”. Según el primer libro de los Reyes, el joven rey Salomón, el hijo de David, al comienzo de su reinado, hizo esta la petición a Dios, y el autor del libro sagrado afirma que agradó a Dios. Es posible que para muchos, preocupados por alcanzar larga vida, riqueza, fama, placer o poder, la petición de Salomón aparecerá como algo fuera de lugar. El joven Salomón pide a Dios discernimiento para escuchar y gobernar, es decir para tratar a las personas como personas, ayudarles y facilitarles la vida, para construir junto con ellos algo positivo. Esta actitud de Salomón corresponde a lo que la Biblia acostumbra a llamar sabiduría, es decir aquella actitud necesaria para bien vivir. Y esta sabiduría corresponde al contenido de la predicación de Jesús acerca del Reino de Dios que está llegando. Con su anuncio del Reino de Dios, Jesús invita a vivir según la sabiduría, aceptando la soberanía de Dios, de modo que los hombres se esfuercen en actuar según el estilo de Dios, ejercitándose en la caridad frente al egoismo, buscando la sencillez frente a la soberbia, el espíritu de austeridad frente a la vida cómoda y despreocupada.
         Las dos primeras parábolas del evangelio de hoy, la del tesooro encontrado en un campo y la perla de gran valor, expresan la importancia que el mensaje del Reino tiene para Jesús. Jesús habla de de bienes materiales y caducos como pueden ser los tesoros y las perlas porque conoce el corazón humano. El tesoro, la perla fina despiertan un afan exigente de adquisición y, en consecuencia, aquellas personas no dudan en vender todo lo que poseen para alcanzar lo que para ellos supone su gran oportunidad, lo que puede cambiar su existencia, su modo habitual de ser y de actuar. Las dos parábolas reclaman la necesidad de gestos generosos, de decisiones radicales capaces de tranformar una vida, ante el don de Dios. En la historia ha habido muchos hombres y mujeres que han hecho opciones de este tipo, y no solo en ámbito religioso, sino también en otros niveles humanos: darlo todo para alcanzar el ideal. En la perspectiva del Reino, cuando alguien está convencido que Dios le ama, y que todo sirve para su bien, como recordaba san Pablo en la segunda lectura, sabe ser generoso. Y un gesto de este tipo será compensado por la gran magnificencia de Dios hacia quienes se le confían.
         La sabiduría que Salomón pide a Dios y Jesús recomienda en el evangelio no es un lujo superfluo. Es una necesidad si se tiene en cuenta el mundo en que vivimos. La tercera parábola de hoy describe la actividad de los pescadores: la red lanzada al agua, los peces apresados, la selección que se hace una vez terminada la jornada. Con esta parábola, Jesús evoca la realidad del mundo en que vivimos, un mundo que está muy lejos del ideal que el anuncio del Reino podría hacer pensar. La comunidad de santos que Jesús deseaba, mientras esté en este mundo, está sometida a la contrariedad y a la lucha, al error y a la injustia. Los apóstoles, los nuevos pes-cadores del Reino, tienen encomendada una tarea onerosa y, a la vez desalentadora. La evangelización supone lanzar la red, y no siempre los peces que caen en ella son los mejores. Pero Jesús advierte que no por eso hemos de desanimarnos, ni angustiarnos. Lo importante es no cansarse nunca, tirar una y otra vez la red, aceptar lo que se recoge e seguir adelante de nuevo con ilusión renovada.

         El evangelio de hoy deja un mensaje esperanzador. La suerte del Reino que Jesús anuncia, a pesar de las reales o aparentes contrariedaes o fracasos, está asegurada. La victoria será para Dios y su reino, Lo importante es aceptar la realidad de la sabiduría que viene del cielo, y abrazar con decisión el proyecto del Reino de Dios, sin buscar compromisos que reduzcan sus exigencias. Tengamos pre-sente que nuestro Dios, el Dios de Jesucristo, es algo más que un Dios frio y académico, hecho de definiciones abstractas. Nuestro Dios nos llama a actuar. Es el Dios que nos dice por Jesús: lo que hiciste con uno de esos pequeños, a mi me lo hiciste. Esta es la verdadera sabiduría, este es el tesoro, la perla valiosa que ha de movernos a dejarlo todo para adquirirla una vez por todas.

21 de julio de 2017

Meditando la Palabra de Dios -Domingo XVI


         “Abriré mi boca diciendo parábolas; anunciaré lo secreto des-de la fundación del mundo”. Con esta cita del salmo 77, Jesús quiere justificar el uso de parábolas para exponer su mensaje. Enviado por Dios para anunciar la inminente llegada del reino de los cielos, ilustra los diversos aspectos del mensaje utilizando relatos e imágenes entresacadas de la vida cotidiana para que todos puedan entenderle. El evangelio de hoy  invita a considerar algunos aspectos de este reino de los cielos con tres parábolas: la de la zizaña que nace mezclada con el trigo, la del minúsculo grano de mostaza que se transforma en gran arbusto, y la de la levadura que trabaja silenciosa pero eficazmente. Tres aspectos complementarios de una misma realidad, que a veces  resulta difícil de comprender.
            La parábola de la zizaña sirve para evocar el aspecto dramático de la historia de los hombres. La antítesis entre la buena simiente y la zizaña recuerda que la llamada de Dios a menudo choca con la oposición de los que rechazan la salvación, permaneciendo sordos a la invita­ción de Dios hecha por Jesús. Se trata del drama de la presencia del mal en la historia humana, misterio que a menudo produce escándalo y que no es fácil de explicar. Considerando el ritmo divino de la salvación, es normal la impa­ciencia de aquellos que se les hace difícil aceptar una situación en la que coexisten el bien y el mal, y peor aún cuando el mal tiende a sobreponerse y a ahogar el bien, impidiéndole su plena manifesta­ción. Así surge la  tentación de querer arrancar el mal, para que el bien domine con todo su esplendor. Pero Jesús  invita a calmar esta impaciencia: no es ahora el momento de arrancar la zizaña, ya que existe el riesgo de arrancar también el trigo. Hay que dejarlos crecer juntos hasta el momento de la siega. Entonces tendrá lugar la definitiva y justa descriminación, con el triunfo del bien por encima del mal.
            El problema de la coexistencia del bien y del mal, de la justicia y de la injusticia es  una realidad constante en el espíritu del hombre y, a lo largo de la Biblia, aparecen muchos intentos de esclarecer esta  problemática. A eso se refería hoy la lectura del libro de la Sabiduría al describir a Dios como autor de todo lo creado y poderoso soberano que gobierna con justicia y equidad. Su bondad asegura la exclusión de arbitrariedades e imparcialidades en su modo de actuar; pues Dios juzga con gran moderación y no duda en perdonar con generosidad. Pero se dan situaciones que pueden aparecer ilógicas desde un sentido humano de la justicia, como puede ser el caso de la paciencia divina con los contumaces opositores a la voluntad de Dios. El autor amonesta a los paladines exagerados de la justicia recordando con énfasis que el justo debe ser humano y que Dios ofrece a sus hijos la dulce esperanza de que, incluso en el pecado, queda siempre ofrecida generosamente la posibilidad del arrepentimiento.
            Las otras dos parábolas del evangelio de hoy ilustran aspectos complementarios, pero no menos importantes. El grano de mostaza, la más pequeña de  las semillas, que al crecer se transforma en un arbusto capaz de cobijar a los pájaros, sirve a Jesús para recordar al pequeño grupo de sus seguidores, pobres e indefensos según el pensar humano, que les espera la actividad ingente de llevar el evangelio hasta los confines del orbe. Y para prevenir el peligro de preferir el éxito fugaz que pasa raudo sin dejar rastro, añade la parábola de la levadura, que, mezclada con la harina, silenciosa pero eficazmente transforma desde dentro toda la masa. Aparecen delineadas las dos coordenadas del reino de los cielos: la grandiosidad del resultado final, aunque por el momento se nos escape su dimensión, y la vitalidad y eficacia internas que dan al reino su consistencia, constatables ya desde ahora.

            Para entrar en esta perspectiva de la paciencia divina hace falta, como recordaba San Pablo, la fuerza del Espíritu que viene en ayuda de nuestra debilidad. El Espíritu, que hemos recibido en el bautismo y la confirmación, nos enseña a orar, o mejor aún, hace suya nuestra plegaria para conformarla según Dios, de modo que obtenga la gracia necesaria para caminar por la vida hasta llegar a poseer en plenitud la realidad a la que hemos  sido llamados.

J.G.