31 de diciembre de 2017

Meditando la Palabra de Dios (Santa María Madre de Dios B)


“Cuando llegó el tiempo de la purificación de María, según la ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén, para presentarlo al Señor de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor”. La lectura de esta página del evangelio según san Lucas ofrece algunos rasgos de la vida que el Hijo de Dios hecho hombre vivió junto con María, su Madre, y José, su padre legal, que permiten reflexionar acerca del valor de la vida de familia, que es el núcleo fundamental de la convivencia humana y que hoy, como resultado de una serie de circunstancia de la sociedad, está pasando un momento de crisis. Por esto, la oración colecta que abre la celebración de este domingo invita a imitar las virtudes domésticas y la unión en el amor que muestran Jesús, María y José.
El Hijo de Dios, al hacerse hombre, entró a formar parte de un núcleo familiar, el hogar formado por María y José, lo que llevaba consigo el hecho de quedar integrado en el pueblo judío tal y como era en aquel momento. Es importante subrayar que Jesús no desdeña encarnarse en aquella sociedad, en asumir las prácticas religiosas y humanas que encuentra. A lo largo de su vida pública irá expresando su modo de pensar acerca de esta realidad. Baste recordar sus intervenciones sobre el reposo del sábado, sobre su opinión sobre el tema matrimonio-divorcio como lo vivía el pueblo, y sobre otras tantas cuestiones. Pero su crítica de la opinión vigente iba precedida por una integración positiva. Se puede decir que su toma de posición se hace desde dentro, como un esfuerzo destinado a convencer a los demás desde la propia experiencia vivida.
En nuestra sociedad es fácil constatar que existen aspectos que no agradan, situaciones que muchos no pueden aprobar y menos aún asumir. Y en consecuencia se adoptan actitudes de desentendimiento voluntario, y cabe preguntarse si este modo de actuar es positivo y, sobre todo, si conduce a algo, si sirve para mejorar el mundo, para construir una sociedad más justa, más humana. Jesús no se comportó así, sino que asumió la realidad de la vida, frecuentó el templo y la sinagoga, habló con todos, comió con fariseos, con publicanos y pecadores. Y fue su modo de comportarse que daba valor a sus palabras y convencía, arrastrando.
En la escena del templo, Simeón dijo a a María, la madre: “Éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten, será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones”. Jesús vino al mundo para transmitir de parte de Dios un mensaje de salvación. Fue consciente, como reflejan los evangelios, que sus palabras, sus gestos, su misma presencia, planteaba a los hombres un dilema. Fue siempre sumamente acogedor incluso de pecadores convictos de sus graves errores. Pero nunca mitigó la dureza de sus enseñanzas, para ser más popular, para convertirse en un demagogo. La cuestión que está en juego no es la de revisar el evangelio para acomodarlo al modo de pensar y sentir del hombre de la calle. Lo importante es aprender a conocer a Jesús, descubrir exactamente quien es, qué mensaje propone y decidirse, una vez por todas, a seguir su propuesta. Y, ciertamente, ésto no es fácil, pues romper con tantas y tantas realidades que hemos ido forjándonos día a día, para abrirnos a Jesús y permanecer junto a él, dejando de lado nuestra propia concepción de la vida, de la realidad, cuesta. Pero Él está ahí, esperando nuestra respuesta. ¿Cómo responderemos?
Hoy, el apóstol Pablo propone el recurso a la plegaria, a la Palabra de Dios, a la corrección fraterna para mantenernos fieles a Jesús. Los consejos que da san Pablo para nuestra vida familiar o comunitaria son sin duda alguna la realidad de aquel grupo familiar formado por Jesús, María y José. Su ejemplo ha de ayudarnos a trabajar sin descanso, a superar nuestros límites, empezando de nuevo cada vez que constatemos que no hemos sido fieles a la vocación de vivir en común

30 de diciembre de 2017

Meditando la Palabra de Dios (Sagrada Familia B)


“Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley y hacerlos hijos de Dios”. Nuestro Dios ha querido que su Hijo, su Palabra, por medio de la cual hizo el universo, se hiciese hombre, naciese de una mujer, para que todos sin excepción pudiésemos llegar a ser hijos de Dios y participar de su vida. El telón de fondo de esta escena es el forcejeo entre Dios y la humanidad, entre la gracia y el pecado, la vida y la muerte. Y Dios venció: la redención llegó a su término con la muerte y la resurrección de Jesús, el Mesías. Ahora toca a nosotros hacer nuestra su victoria, y vivir en plenitud la dignidad de hijos de Dios que nos ha dado.
En esta historia de salvación, un lugar muy importante está reservado a la mujer por medio de la cual Jesús vino al mundo. Hoy hablando de la Madre del Salvador, el evangelista ha recordado que María conservaba todas estas cosas meditándolas en su corazón. Con estas palabras, Lucas ofrece una imagen sugestiva de la Virgen María: Ella es la persona abierta totalmente a la Palabra de Dios, que la recibe con un sí hecho de fe y de amor, que la recibe con tal intensidad que se convierte en la Madre de la Palabra divina hecha carne. Ella, María, es también imagen del pueblo de Israel, aquel pueblo escogido por Dios y preparado pacientemente para escuchar la Palabra de Dios y acogerla. Muchos fueron los patriarcas, profetas y justos que a lo largo de la historia escucharon y trataron de acoger la Palabra pero nadie pudo hacerlo como María. En ella Israel, la raíz de Jessé, el tronco de David, dio su mejor fruto: el Hijo de Dios hecho hombre.
Pero esta actitud receptiva y acogedora de María en relación con la Palabra de Dios, fue también para ella motivo de turbación, de sufrimiento, de dolor. La Palabra de Dios es vida y luz ciertamente, pero a veces esta vida y esta luz tardan en manifestarse con todo su esplendor. María se abrió sin reservas a la Palabra de Dios, pero ya desde los primeros momentos del nacimiento de su Hijo, a pesar de los gozosos anuncios angélicos y de la presencia entusiasta de los pastores que fueron las primicias en saludar al Salvador, María, en su corazón meditaba estas cosas, sopesando las sombras que descubría en el plan del Señor. María, en su meditación de las obras de Dios, iba creciendo, preparándose para cuando llegase el momento del si supremo al pie de la Cruz, dónde su maternidad llegaría a su plena y total realización. Desde aquel momento María, Madre del Dios hecho hombre, empieza también a ser Madre del hombre llamado a ser hijo de Dios por el sacrificio supremo de Jesús. Dios ha enviado a su Palabra hecha carne para rescatar a los que estaban bajo la ley del pecado, para hacerlos hijos de Dios, para que pudiesen decir con Jesús, al dirigirse a Dios: Abba, Padre.
El calendario civil ha fijado para hoy el comienzo de un nuevo año. Lo que significa que hoy, de común acuerdo, empezamos a contar un nuevo año. Un período de tiempo que indudablemente está lleno de deseos y esperanzas, pero que comporta también incógnitas, que puede traer contratiempos o dificultades. Gracias a Dios no podemos preveer el futuro. Lo importante es vivirlo puestos nuestros ojos en Él, aceptando de antemano su voluntad, con una actitud semejante a la de María. Hemos de entender este nuevo año como un don de Dios, como una oportunidad para hacer algo útil, para nosotros mismos, para los demás, para la sociedad, para el mundo, para Dios.
La primera lectura ha recordado el texto de la bendición que el sumo sacerdote pronunciaba sobre el pueblo escogido, en las grandes solemnidades. Hoy ponemos nuestra vida, este nuevo año bajo la bendición de Dios, invocando su nombre, para que nos acompañe. El Señor tiene designios de paz y no de aflicción, él quiere el bien de todo lo creado, si bien el mal que pecando hemos desencadenado, estorba a menudo los planes de Dios. Que el Señor nos bendiga y proteja, que nos mire con benevolencia, que nos conceda su favor y su paz, en esta nueva etapa de nuestra vida que es el año 2018.





25 de diciembre de 2017

Meditando la Palabra de Dios - Navidad del Señor


“Oh Dios, que estableciste admirablemente la dignidad del hombre y la restauraste de modo aún más admirable, concédenos compartir la divinidad de aquel que se dignó participar de la condición humana”. Celebrar la Navidad de Jesús no significa ceder a un enternecimiento ante un recién nacido, sino ponderar el amor inmenso de Dios para con los hombres y mujeres de todos los tiempos, que le ha llevado a hacerse uno como nosotros, invitándonos así a comprender la dignidad de toda persona humana.
El evangelio que se proclama hoy recuerda que el niño que festejamos es nada menos que la misma Palabra de Dios, que estaba junto a Dios y era Dios desde el principio, y que por ella se hizo todo lo que existe, pues es vida y luz para todos. Esta Palabra, anunciada en distintas ocasiones y de muchas maneras a los padres y profetas, se ha hecho presente entre los hombres: ha puesto su tienda, ha acampado entre nosotros, como dice con frase atrevida el evangelista, para que pudiésemos contemplar su gloria, gloria que redunda en bien de la familia humana.
Pero el acontecimiento salvador que la liturgia propone al celebrar la Navidad puede parecer una evasión, una huída cobarde, en el momento en que miramos el mundo en que vivimos. En efecto, sería un escándalo paladear el ambiente navideño encerrados tranquilamente en el pequeño mundo en el que estamos instalados con más o menos comodidad, cuando podemos constatar el sufrimiento en el que están sumergidos tantos hombres, mujeres y niños. En el mundo actual se dejan sentir las consecuencias de la guerra, del hambre, las epidemias, la discriminación racial, la droga con sus secuencias, la violencia de tan variadas formas. Ante esta realidad, cabe preguntarse si verdaderamente el Señor ha venido para salvar a los hombres, y si todos los confines de la tierra han llegado a contemplar la victoria de nuestro Dios.
Pero el evangelista ha repetido: “La Palabra vino al mundo y en el mundo estaba, y el mundo no la conoció. Vino a su casa y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre”. La salvación que Dios ha venido a traer a los hombres no es un remedio mágico que, sin esfuerzo alguno de parte nuestra, lo arregla todo. Nuestro Dios, para salvarnos, ha querido respetar la dignidad y la libertad de los hombres. Dios se ha hecho hombre para proponer al hombre poder ser hijo de Dios, es decir comportarse según la voluntad de Dios. Pero no siempre hemos sabido comprender este mensaje. La humanidad se entretiene en considerar innecesario depender de Dios y de su ley, lo que la lleva a no respetar la dignidad de los otros, a los que trata de someter a su antojo, conculcando el derecho y la justicia. Actuando de esta manera no podemos pretender que la salvación de Dios opere en el mundo.
Si queremos acoger y vivir el mensaje de Navidad, hemos de ponernos con humildad ante el Dios hecho hombre y pedirle que nos ayude a aceptar su voluntad, que nos enseñe a hacer a cada uno de nuestros hermanos lo que deseamos que se nos haga, lo que él mismo hizo por todos y cada uno de los que encontró durante su paso por este mundo y que plasmó en su precepto: amaos como yo os he amado. En efecto, la Navidad recuerda dos cosas que conviene tener presentes: en primer lugar, el amor que Dios tiene a los hombres, hasta el punto de hacerse él mismo hombre, para que el hombre llegue a ser hijo de Dios; en segundo lugar, la dignidad de la persona humana, ante la cual Dios ha manifestado siempre un respeto y una delicadeza extraordinarias.

Tratemos de convertirnos, es decir, de abrirnos para acoger la Palabra que viene a nosotros y dejar que esta palabra acampe entre nosotros, en nuestra vida, que nos dirija en nuestro quehacer cotidiano, que nos haga sus colaboradores para promover todos los días las condiciones de justicia y derecho que permitan ser una realidad la salvación que Dios nos ofrece, en su hijo hecho hombre como nosotros.