14 de marzo de 2013

ANTROPOLOGÍA CRISTIANA

Etimológicamente antropología deriva del griego y significa “doctrina del hombre”. En este aspecto el hombre es visto como aquel que se pregunta siempre por sí mismo y desarrolla una interpretación de sí mismo, y así, llega siempre a una antropología vivida o precientífica. De ésta surge la antropología científica, que aparece primero como antropología de las ciencias particulares o empírica. Esta antropología investiga cómo se presenta el hombre bajo este o el otro aspecto y se desarrolla, por ejemplo, como antropología psicológica, sociológica, filosófica y genética. Las dos últimas desembocan la una en la otra, y normalmente se hace referencia a ellas cuando se habla simplemente de antropología.
Esta es la primera pregunta del examen que he elegido para estudiar y profundizar en este trabajo.
Es necesario comenzar por definir el término símbolo Este vocablo deriva del griego, se traduce por juntar, reunir. Expresa etimológicamente un signo de reconocimiento consistente en que el borde de un fragmento de cierto objeto dividido en dos se adapta exactamente al otro. La significación de “signo de reconocimiento” se halla también en la expresión symbolum de la profesión de fe. En la actual terminología científica, con frecuencia se llama símbolo cada elemento de un sistema de signos. El símbolo en sentido auténtico ciertamente pertenece al género de los signos[1], pero no todo signo es símbolo. No existe una concepción unitaria acerca de qué es lo especial del símbolo dentro del mundo de los signos.
El hombre y la mujer son animales de experiencia: roto el equilibrio de estímulo-respuesta respecto de su medio, se encuentra de manera refleja con el mundo, en un proceso continuo de escucha, creatividad y ajuste significativo. La experiencia constituye su modo de realización como humano, a lo largo de un camino ilimitado de apertura. La experiencia se articula a través de la ruptura de equilibrio que nos lleva a distinguir lo experimentado y el trasfondo o dirección en que acontece la experiencia. Esa ruptura determina el surgimiento de lo que llamamos la dimensión de sacralidad, de tal modo que -al menos de forma general- podemos definir al hombre como animal religioso, esto es, aquel viviente que experiencia la realidad en términos de manifestación del misterio. Podemos definir la religión como aquel nivel específicamente profundo de experiencia de sentido donde el hombre cultiva su apertura radical y reconoce agradecido la presencia gratificante y salvadora de la realidad suprema que se manifiesta confiriendo un valor de plenitud a su existencia, al mundo y a la historia.
El símbolo posee tanta fuerza en la medida que está, a la vez, lastrado con el peso de una tradición cultural y religiosa, y con sus raíces hundidas en una forma arquetípica que pone de manifiesto con perfecta adecuación. Un símbolo está vivo cuando traduce un elemento. Más general y completo es el efecto producido por el símbolo, que de este modo toca en cada hombre y en cada mujer, en cada ser humano, el registro donde puede ejecutar una secreta afinidad. Por ejemplo, el símbolo del paraíso: las figuras simbólicas son a la vez proyección de los deseos inconscientes de cada hombre y cada mujer, y portadoras de una significación religiosa determinada por una tradición.
La raza humana ha iniciado una nueva época de su historia. En todo el mundo se realizan profundos e innovadores cambios, que repercuten en nuestro pensamiento y nuestra conducta. Grandes transformaciones culturales y sociales se están operando. Las personas andan inseguras, fluctuando entre la fe y la duda, entre la esperanza y la angustia.
Existe un rasgo que contribuye a la universalidad semántica y que influye en el hombre y la mujer, en su vida cotidiana, es el de las lenguas humanas que se constituyen a partir de sonidos cuya forma física y significado no han sido programados por nuestros genes. La mayor parte de los sistemas de comunicación infrahumanos consiste en señales genéticamente esteriotipadas cuyo significado depende de una conducta descodificadora genéticamente programada. No sucede así con los lenguajes humanos. Bien es verdad que la capacidad general para el lenguaje humano es también específica de la especie. La capacidad de adquirir universalidad semántica está genéticamente determinada. Sin embargo, los constituyentes reales de los códigos lingüísticos humanos están prácticamente libres de constricciones genéticas (prescindiendo de aspectos tales como la fisiología del oído y del conducto vocal).
Cuando pasamos a considerar la relación entre los elementos normativos de la vida social y el individuo, nuestro análisis tiene necesariamente que quedar incompleto. Esta relación entra también en el sentido de los símbolos rituales. Pero con ella llegamos a los confines de nuestra actual competencia antropológica, en cuanto ahí tratamos de la estructura y las propiedades de las psiques, un campo científico tradicionalmente estudiado por disciplinas distintas. En el otro extremo del espectro de los sentidos del símbolo nos encontramos, pues, con el psicólogo individual y con el psicólogo social, e incluso, más allá de ellos, blandiendo su cabeza de medusa, está el psicoanalista, preparado para convertir en piedra al temerario intruso en las cavernas de su terminología.
Los elementos significativos del sentido del símbolo guardan relación con lo que este símbolo hace y con lo que en él se hace, por quienes y para quienes. Estos aspectos no pueden ser entendidos más que si se toma en cuenta desde el principio y se representa por los conductos teóricos adecuados, la situación total del campo en que se representa el símbolo. Esta situación tendría que incluir la estructura del grupo que celebra el ritual que observamos, los principios básicos de su organización y sus relaciones perdurables, su actual división en alianzas y facciones transitorias sobre la base de sus intereses y ambiciones inmediatas, porque las dos cosas, la estructura permanente y las formas recurrentes de conflictos y de intereses egoístas están esteriotipadas en el simbolismo ritual. Cuando hemos recogido las interpretaciones que los informantes dan a un determinado símbolo, nuestro trabajo de análisis no ha hecho más que empezar. Nos tenemos que aproximar gradualmente al sentido de acción de nuestro símbolo a través de lo que Lewin llama “una creciente especificación” del contexto significativo de acción más amplio al más estricto. Sólo en el curso de este proceso analítico adquieren sentido como objeto de estudio científico los “significados” de los informantes.
Es importante saber cómo influye lo simbólico en la vida cotidiana de los seres humanos. Tenemos una tendencia connatural a proyectarnos las cosas que nos circundan y dar al mundo externo los lineamentos de nuestro mundo interior. Es fácil observar en el niño, que habla a sus juguetes y las cosas que le rodean como si fueran capaces de entender como él, aunque no por eso deja de percibir que se trata de una ficción en que voluntariamente se deja sumergir. Aunque no en un grado tan notorio, esta tendencia se da y actúa en todo hombre.
Su fundamento filosófico es doble: uno psicológico: el conocimiento se hace, no a modo del objeto conocido, sino a modo del sujeto que conoce; en consecuencia, todo ser humano, hombre o mujer, todos, tendemos a revestir de nuestra propia modalidad existencial cuantos objetos intelectualmente asimila, rebajando los que son superiores a él y elevando hasta nosotros mismos lo que le es inferior. Por ello, todos los hombres y mujeres están sumamente afectados por lo simbólico en su vida cotidiana.

Dado que la religión se destina no a un grupo de elegidos, sino a todos los hombres, sabios e ignorantes, el valor del símbolo[2] en ella supera al de la metáfora, tanto por ser más universalmente inteligible que ésta –la cosa es la misma para todos, mientras que la palabra varía con las lenguas-, cuanto porque impresiona más la sensibilidad y se presta menos a la tergiversación.
En tanto el hombre es más rudo e ignorante, más necesita del soporte sensible para elevarse al conocimiento y comprensión de lo sobrenatural. En la religión destinada a la masa, la metáfora necesita ser completada con el símbolo. Las palabras pasan si no están escritas. El que no sabe leer, será más fácilmente introducido en el conocimiento de las verdades religiosas por la cosa tomada como símbolo que no por la metáfora que, como oral, es fugitiva: el símbolo tiene la ventaja de estar siempre presente.
Las palabras varían con las lenguas y no tienen nunca perfecta equivalencia en el círculo de su significado. Siendo la religión una para todos los de la misma secta, el símbolo es el medio más eficaz para mantener y fomentar la unidad religiosa, sobre todo en las creencias; la metáfora, en cambio, vinculada a la palabra, tiende a diversificarla según los diversos usos lingüísticos y los varios modos de concebir raciales y locales. Precisamente para evitar este mal, las religiones tienden a usar una única lengua como litúrgica y religiosa.
No es de admirar que todas las religiones se hayan servido ampliamente del simbolismo. Lo usaron para transmitir la enseñanza religiosa en las iniciaciones, para representar los dioses y sus cualidades y, sobretodo, en el culto litúrgico. En la escritura su uso es frecuentísimo. Cristo los prodigó sobremanera y la Iglesia ha seguido prodigándolos en su enseñanza y su liturgia, y ha definido siempre el culto de las imágenes, que son su expresión más popular.
San Gregorio Magno ha expresado bellamente la eficacia y utilidad del símbolo cuando dice, en una de sus homilías: “Por eso el reino de los cielos se dice semejante a las cosas terrenas… a fin de que el ánimo se remonte de las cosas que conoce a las cosas desconocidas que ignora, de modo que por ejemplo de las cosas visibles se eleve a las invisibles”[3].
Pero, al igual que la metáfora, también tiene sus peligros. Los dos principales son: identificar el símbolo con lo significado por él o bien darlo como signo vacío de significado. En el segundo han caído el racionalismo y el modernismo[4]. Esta tendencia realista a identificar el símbolo con lo simbolizado se ha atribuido a la mentalidad primitiva. Pero la verdad es que se da en todas las religiones y en todos los tiempos, aunque no en un grado igualmente pronunciado. Y, aun en los casos más extremos, rara vez se llega a una total identificación.
En ciertos ritos litúrgicos propiamente religiosos, las purificaciones materiales con agua o fuego, tan comunes en toda religión, se supone llevan infaliblemente consigo una purificación de orden superior, legal o espiritual. Que en ello haya un fundamento real –los teólogos lo explican por las disposiciones espirituales que el rito sensible tiende a engendrar, como el deseo de verse libre de pecado, el arrepentimiento, etc.- lo prueba el hecho de que Dios mismo se amoldó a este modo de ser nuestro al conferirnos la gracia en los sacramentos por medio de signos sensibles, o símbolos. En las religiones de los misterios propiamente clásicos –grecorromanas y orientales-, los ritos de iniciación no sólo significan la unión del adepto con el dios del misterio, sino que, en la creencia de los fieles, la actuaba realmente.
Todos estos casos de exageración de la relación entre el símbolo y lo simbolizado engendran fácilmente supersticiones, pero sin introducir propiamente variedades distintas de religión. Pero hay otros muchos que sí pueden tenerlas. Así, la identificación excesiva del símbolo estatua con el dios que representa, fácilmente puede llevar a la idolatría. Los egipcios que despertaban a la estatua del dios, la lavaban, ungían, etc., venían a tratarla prácticamente como verdadero dios, no sólo como simple símbolo o representación; e igualmente, los asirio-babilónicos, que les daban de comer y hasta les ofrecían esposa que dormía en el lecho del santuario junto a la imagen del dios. Sin embargo, unos y otros distinguían el dios de la estatua, que se consideraba como una de las residencias de dios y medio por el que se manifestaba. Pero tal distinción teórica desaparecía muchas veces en la práctica, sobre todo el pueblo, que oraba como si el dios fuera la estatua, aunque sabía que no lo era.
Contradicción que no debe extrañarnos demasiado, cuando vemos que muchos cristianos de tal modo tratan a las imágenes –las visten, les echan vino con la bota para que beban, las besan y les hablan como si fuesen vivas- que parece que se olvidaran de que lo son, pues se dirigen a ellas como a término, sin pensar explícitamente en la persona ausente que representan, sino considerándola como encarnada en la imagen, presente en ella, una con ella: es un modo connatural del proceder humano –no sólo de la mentalidad primitiva-, que se compagina psicológicamente muy bien con la certeza de que la persona representada es distinta y está ausente; como se puede hablar con el retrato de la persona amada sin que por eso se lo confunda con ella.
De ahí que, aunque el símbolo pueda engendrar idolatría, no debemos ser ligeros en afirmarla guiados por las apariencias. Es incluso difícil concebir que, en estado puro –en que se considera simplemente a la imagen como dios- se diera alguna vez; pero sí pudo darse, y se dio, en estado mixto, en que no se distinguía ya con claridad suficiente entre dios y su imagen.
La elección de los símbolos representativos influyó no poco en la dirección divergente que tomaron las diversas religiones. La asiriobabilónica tiene carácter marcadamente astral. Es verdad que distinguían entre el símbolo y el dios, no era para ellos la misma cosa Istar que la estrella Venus que era su símbolo. Primero se concibe a dios, se le ilustra luego y hace más asequible mediante el símbolo y, como última etapa, viene la personificación del símbolo por la unión demasiado estrecha entre él y el dios que representa. El culto egipcio tiene carácter teriomórfico. La razón es la misma: escogieron como símbolos para casi todos sus dioses animales diversos, y por ellos los representaron. Mas la tendencia a identificar símbolo y simbolizado llevó a los egipcios a un verdadero culto de los animales, sobre todo en la última etapa de su historia, tras las invasiones persas. Pero aun en los tiempos en que más se exageró este culto, se distinguió entre el dios y el animal o especie a él consagrado: éste era mortal, el dios inmortal; el animal era animal por sí, pero el dios se encarnaba y manifestaba en él y por él.
La concepción no era muy diferente de la de la estatua; aunque algo más materializada, tenía sobre la estatua el aliciente de mostrar con sus reacciones vitales las que se creían manifestaciones favorables o desfavorables del dios. Muchas veces se llegaría a verdadera zoolatría, aunque más bien material que formal. Este peligro fue el que hizo que en la Sagrada Escritura se prohibieran las representaciones divinas, humanas o animales. A ellas faltaron Aarón y Jeroboán al hacer el becerro de oro: en su mente no era un ídolo, sino símbolo y sede de Yavé - como los querubines del arca-, aunque muchos del pueblo realmente idolatraran en ellos.
Análoga consideración podría hacerse en las religiones naturalistas indoeuropeas, en que los fenómenos naturales, probablemente meros símbolos o metáforas de la actividad divina, acabaron por personificarse en múltiples dioses, aunque aquí la identificación parece llegó más lejos que en el teriomorfismo egipcio o en la astrología babilónica.
El mismo totemismo, cuya explicación constituye un misterio para todos los investigadores, tuvo posiblemente origen semejante: el tótem –de ordinario animal- fue dotado por una tribu como simple emblema o mascota, quizás indicando las cualidades en que deseaban sobresalir, quizá, a veces, los peligros que querían evitar, o simplemente los productos principales de que se alimentaban. Por el proceso natural del símbolo, el emblema elegido por la tribu y atribuido a su progenitor tendió cada vez más a identificarse con éste, hasta llegar a la curiosa persuasión de la existencia de un verdadero y físico parentesco de sangre entre los contribales y su animal totémico.
Importancia especial tiene el símbolo en las iniciaciones de las religiones primitivas. Tales indicaciones, a las que se debe su tenaz permanencia y relativa pureza, parecen fundamentalmente reducirse a representaciones dramáticas de las grandes verdades religiosas –creación del mundo, del hombre, mandamientos divinos, diluvio-; hasta el punto de que en muchas ocasiones, aun hoy, es fácil distinguir el elemento teatral o representativo de la verdad que se quería inculcar. Pero con el tiempo, al permanecer fijamente estructurada la representación y cambiar de lugar el pueblo que las hace, acaba por ya no distinguir lo ambiental meramente representativo, pero ya olvidado, de la misma verdad que quería representarse. Finalmente, cuando el sentido del rito simbólico se perdió, se originaron mitos para explicarlo.
El simbolismo tiende por múltiples vías a diferenciar las religiones en su expresión externa y en sus cultos y ritos. Y tiende también a diferenciar la misma concepción humana de la divinidad: al servirse de símbolos diferentes para concebir e ilustrar la naturaleza de ésta, su misma concepción fundamental tiende a variar, según el diverso orden de símbolos que en ella predominen. En el fondo, el símbolo se ve aquejado del mismo inconveniente fundamental de la metáfora: la dificultad de acertar en el justo medio. O se depura demasiado, separándolo excesivamente de lo simbolizado, y entonces queda en signo vacío que nada dice; o se aplica excesivamente su semejanza con lo simbolizado, hasta no distinguirlo lo bastante de él, no atendiendo a las diferencias que los separan.
Al igual que la metáfora, las religiones prefieren en el uso del símbolo esto último: prefieren un contenido religioso no depurado a presentar una depuración sin contenido, o con menos contenido.

Es importante tener algunos conocimientos antropológicos, al menos debiéramos tener los conocimientos básicos. Reconozco que en este Curso de Formación Monástica, gracias a las clases de antropología, se ha despertado un interés en mí, bastante considerable, que me ayuda a valorar la importancia de saber que la antropología, como muchas otras disciplinas que se ocupan del estudio de los seres humanos, puede muy bien ayudar a conocer los aspectos más profundos que caracterizan a cada ser humano individual y sobre todo a cada grupo social. El estudio de la antropología abre nuevos horizontes y despierta la mentalidad a nuevas formas de entender la realidad de descubrimientos estudiados y comparados entre distintas poblaciones, razas, tribus, clases, naciones, tiempo, lugar. Debido a la perspectiva biológica, arqueológica, lingüística, cultural, comparativa y global, la antropología puede dar respuesta a muchas preguntas fundamentales.
El símbolo y el signo estudiados en este último Curso de Formación Monástica, nos adentran en conocimientos convenientes para resolver problemas prácticos en el ámbito de las relaciones humanas. Nos ayudan a entender cómo lo simbólico influye directamente en nuestra vida cotidiana e incluso en nuestra propia vivencia de la religión, bajo una diversidad de condiciones naturales y culturales, que están presentes en nuestro contexto histórico en la actualidad. También nos ayuda a conocer otros contextos históricos en el pasado, y nos enseña a comprender y valorar el que los hombres y las mujeres de nuestro mundo viven o vivimos hoy. Echando una mirada retrospectiva al pasado podemos comprender, o al menos investigar, estudiar y profundizar varios aspectos que configuran las relaciones entre los seres humanos y las preguntas que todo ser humano, por el hecho de serlo, se hace asimismo ante su propia existencia y la de cada uno de sus semejantes.
Ya que la antropología es el estudio de la humanidad, de los pueblos antiguos y modernos y de sus estilos de vida, las diferentes ramas de la antropología se centran en los diversos aspectos de la experiencia humana, algunas de estas ramas estudian cómo nuestra especie evolucionó a partir de especies más antiguas. Otras analizan cómo llegamos a poseer la aptitud para el lenguaje, de qué manera desarrollamos y diversificamos y los modos en que las lenguas modernas satisfacen las necesidades de la comunicación humana. Otras se ocupan de las tradiciones aprendidas del pensamiento y la conducta humana, de la forma en que evolucionaron y se diversificaron las culturas antiguas y de cómo y por qué cambian o permanecen inmutables las culturas modernas.
Considero imprescindible tener los conocimientos básicos de esta ciencia, ya que la antropología extiende a todos los miembros de la comunidad humana -distintos continentes, que hablan distintas lenguas y tienen distintas religiones y sistemas de valores, se ven a sí mismos conviviendo en una misma “familia, aldea humana”- una invitación única para explorar las raíces de nuestra humanidad común, así como los orígenes de nuestros distintos modos de vida.
Es importante para nosotros, monjes católicos, conseguir una base de conocimientos antropológicos para enfocar bien nuestra propia vivencia del encuentro personal con Jesucristo y vivir nuestra condición de bautizados, siendo conscientes de cómo influye en nuestra propia historia y en la historia de toda la humanidad la realidad de la antropología en nuestras vidas, así como en las vidas de todos los hombres y mujeres con los que todos formamos la “gran familia humana”.
Hna María Montoro


[1] Objeto sensible que indica, expresa o sustituye a otro objeto o a un hecho. El concepto general de signo es más general que el de símbolo, si bien algunas veces se emplean como sinónimos. La ciencia de los signos es la semiótica.
[2] Signo que guarda una cierta analogía, no necesariamente un parecido físico, con lo significado por él. En general, el símbolo, al menos originariamente, tiene un sentido intuitivo y evocador. En algunos contextos, prácticamente equivale al signo.
[3] Himil, 2 in Evang., ML. 76, col. 1.114-1.115).
[4] Cf. Enc. Pascendi, Dz. 2.079

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- Antonio Palacios López, M.S.C. Condicionamientos del hecho religioso. Ed. Círculo, Barcelona 1975.
 - Honorio M. Velasco, Lecturas de antropología social y cultural. La cultura y las culturas. Universidad Nacional de Educación a Distancia. Madrid, 1995.
 - Marvin Harris. Introducción a la antropología general. Alianza Editorial, S.A., 6º edición revisada. Madrid, 2000.
- Walter Brugger. Diccionario de filosofía. Biblioteca Herder. Barcelona 1983.
- Juan de Sahagun Lucas. Interpretación del hecho religioso. Filosofía y fenomenología de la religión. Ed. Sígueme. Salamanca 1982.
- Michel Meslin. Aproximación a una ciencia de las religiones. Madrid 1978.
- Xabier Pikaza. Experiencia religiosa y cristianismo. Introducción al misterio de Dios. Ed. Sígueme. Salamanca 1981.
- S. Radhakishan. La religión y el futuro del hombre. Traducción a cargo de Ángel Alcalá Ed. Guadarrama. Madrid 1969
 

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