23 de octubre de 2012

LOS ORÍGENES DEL MONACATO CRISTIANO

 
 Filosofía y exégesis
 1. Filosofía y Escritura: como los judíos helenísticos y cristianos han valorado la tradición filosófica griega y el papel de la filosofía en la interpretación de las Escrituras.
Hasta el siglo IV antes de Jesucristo, la fuente única del pensamiento judío la constituyó la Sagrada Escritura, interpretada y aplicada a los problemas prácticos de los profetas. La desaparición del profetismo dejó un gran vacío que se trató de llenar con el tradicionalismo, representado principalmente por la secta farisea y por medio de un grupo de sabios (escribas) que se consagraban al estudio de la Ley y de los Profetas, interpretándolos y aplicándolos en conformidad con la tradición. Este tradicionalismo permaneció vigente hasta el año 70 de nuestra era, fecha de la toma de Jerusalén por Vespasiano, y fue uno de los principales baluartes de la resistencia judía frente al cristianismo.

Después de la diáspora, los judíos habían entrado en contacto con el pensamiento griego, especialmente en Alejandría, donde floreció una numerosa comunidad hebrea. Entre estos judíos más o menos helenizados, es donde aparece planteado por primera vez el problema de las relaciones entre la verdad revelada de la Biblia y la filosofía. Para solucionarlo acudieron a la aplicación del método alegórico a la interpretación de la Sagrada Escritura e incluso a otros procedimientos menos científicos y hasta menos nobles, como fueron la teoría del «robo de los filósofos» y la falsificación de textos de poetas, filósofos y vaticinios de las sibilas, para hacerlos coincidir con sus creencias. Pero estas tentativas conciliadoras no tuvieron gran éxito. Después de Filón, y sobre todo después de la caída de Jerusalén (año 70), la actividad judía se reconcentra en un nacionalismo cerrado y en su religión, interpretada conforme al criterio tradicionalista, manteniéndose completamente alejada de la filosofía hasta el siglo VIII, en que las escuelas de Babilonia entran en contacto con el kalam musulmán.

Maimónides es ante todo un judío creyente, conforme a la tradición del rabinismo. Considera la Biblia como expresión de la verdad divina. Pero esto no le impide dar amplia acogida a la filosofía. Utiliza la filosofía para explicar el sentido bíblico, y recurre ampliamente al método alegórico. Su objeto es guiar a los que se extravían en el sentido de algunos pasajes excesivamente antropomórficos. La Biblia tiene dos sentidos. Uno literal y aparente, y otro profundo, oculto y espiritual. Las contradicciones y dificultades se resuelven cuando se logra penetrar en el segundo. La Escritura es un pozo oculto a gran profundidad, y solamente por la interpretación de las alegorías, o de una alegoría por otra, es como se anudan en cierto modo las cuerdas para sacar el agua de él. 

De Aristóbulo y Filón proviene la teoría «del robo de los filósofos», inventada con el propósito de «explica»r las semejanzas y coincidencias parciales entre la Biblia y la filosofía y a la vez resaltar la superioridad y la anterioridad de la primera sobre la segunda. Esas coincidencias provendrían de que los filósofos griegos, especialmente Pitágoras y Platón, habrían conocido en sus viajes los libros de Moisés y los profetas, y se habrían apropiado sus doctrinas. Filón añade, por su parte, el empleo de la alegoría, que le permite estirar el sentido literal de la Biblia con interpretaciones más o menos forzadas, hasta hacerla coincidir con las enseñanzas de los filósofos. Su propósito es situar la filosofía en un plano de inferioridad respecto de la Sagrada Escritura, pero al mismo tiempo justificar su utilización en beneficio de la ciencia sagrada. De este modo Filón, creyente sincero, pero al mismo tiempo admirador de la filosofía, podía quedar tranquilo, conservando su fe y utilizando la filosofía, sin escrúpulo de conciencia como ciencia subsidiaria para la explicación de las Sagradas Escrituras.

Aunque inferiores en número a los adversos a la filosofía, cronológicamente, sin embargo, son anteriores los escritos cristianos que adoptan ante ella una actitud favorable. Su noción de filosofía es bastante imprecisa. No obstante, distinguen claramente entre el conocimiento que procede solamente de la razón (filosofía) y el que se fundamenta sobe la fe y la revelación (cristianismo). Todos ellos conceden la supremacía al segundo y creen en su absoluta suficiencia, considerando sus enseñanzas religiosas y morales como inmensamente superiores a las de la filosofía pagana. Pero aunque al abrazar el cristianismo veían en su doctrina la plenitud de la verdad, no por eso se creían obligados a renunciar a las verdades parciales que antes de su conversión habían aprendido en las escuelas del paganismo.

Por una parte, tratan de justificar su aprovechamiento y su utilidad para la ilustración de su fe cristiana; por otra, sienten la necesidad de explicar las coincidencias entre el cristianismo y la filosofía, salvando la anterioridad del primero, haciendo resaltar la dependencia de los filósofos respecto de los libros revelados. Ciertamente que las explicaciones que alegan para legitimar su actitud no suelen ser demasiado sólidas ni convincentes. En vez de acudir a argumentos de orden histórico o racional, echan mano del cómodo procedimiento de los judíos alejandrinos de interpretar alegóricamente las Sagradas Escrituras. Por eso el interés de las razones aducidas, más  que en su valor escaso intrínseco, consiste en el hecho mismo de preocuparse en buscarlas y en su intento de justificar una actitud acogedora para la filosofía, a la que no creen necesario repudiar por completo, sino que consideran posible armonizar con el cristianismo.

2.  El sentido de los términos prosoche y askesis en Orígenes y Atanasio.

Acabadas las persecuciones anticristianas, la vida «monástica» apareció como heredera del martirio en cuanto perfecto seguimiento e imitación de Cristo, o sea, en cuanto testimonio y manifestación visible radicales de que nada se antepone al amor de Cristo. Durante la persecución, los cristianos fijaron sus ojos en los mártires como los perfectos seguidores e imitadores de Cristo. La imitación se centraba en los relatos evangélicos de la Pasión.

Cuando el martirio cruento dejó de ser un fenómeno habitual, el perfecto seguimiento e imitación se centra en la vida monástica.

La Vida de Antonio se alza como un modelo para quien desea llevar a cabo ese seguimiento radical. «Para los monjes –escribe Atanasio- la vida de Antonio es modelo suficiente de ascesis».

Antonio se desprendió de todas sus posesiones y se retiró de todos los suyos para entregarse a la ascesis, siguiendo el ejemplo de otros que ya lo hacían. Todo su tiempo lo dedicará a la oración, al trabajo manual con el que ganarse su sustento y ayudar a los necesitados, y a la perseverancia en la ascesis, siempre ocupará un puesto esencial a lo largo de su existencia.

La palabra ascesis está ausente del vocabulario del Nuevo Testamento, por lo que muchos han sospechado que este elemento esencial del monacato tuviese un origen no cristiano. Sin embargo la ascesis no es entendida sino como medio, o mejor, como martirio interior para conseguir una perfecta obediencia a la voluntad del Señor, de manera que el pensamiento siempre esté puesto en Cristo, nada separe del amor de Cristo, nada se anteponga al amor de Cristo. La ascesis es el martirio interior por el que el monje respira siempre a Cristo. De esta forma el hombre consigue la armonía del equilibrio perdidos o deteriorados por el pecado. La ascesis es el ejercicio o la práctica de las virtudes, una especie de programa de entrenamiento que facilita la cooperación con la gracia y permite que ésta se desarrolle.

Mediante la Vida de Antonio, Atanasio se convirtió en heraldo y teólogo del monacato naciente, y su obra, en el manifiesto ideológico del mismo. Se puede considerar como «el documento más importante del monaquismo primitivo».

La ascesis se refiere a los ejercicios espirituales. Hay que distinguir entre el uso cristiano, y por lo tanto moderno  de la palabra « ascesis » y el uso del término «àskesis» en la filosofía antigua.

Hay un párrafo de la Homilías origenistas que es sumamente indicativo de la forma de leer la Escritura que tenía Orígenes, es decir, según él mismo declaraba, de cómo practicaba la ascesis verdadera:
«Quien no combate en la lucha y no es moderado con respecto a todas las cosas, y no quiere ejercitarse en la Palabra de Dios y meditar día y noche en la Ley del Señor, aunque se le pueda llamar hombre, no puede, sin embargo, decirse de él que es un hombre virtuoso» (In Num. Hom. XXV,5).

El vocablo latino exerci traduce aquí, con sentido preciso, el griego àskesis , en el que se equiparan dos elementos fundamentales y complementarios : el estudio de la Escritura y la práctica constante de la virtud. Así lo afirma en este pasaje del Contra Celsum :

« Para quien se dispone a leer (la Escritura), está claro que muchas cosas pueden tener un sentido más profundo de lo que parece a primera vista, y este sentido se manifiesta a aquellos que se aplican al examen de la Palabra en proporción al tiempo que se dedica a ella y en proporción a la entrega en su estudio (àskesis)» (VII, 60).

De un modo semejante a Orígenes, Eusebio habla de «ascesis» con referencia a los discursos divinos y, «en lo que respecta a las enseñanzas divinas», y justamente refiriéndose a Orígenes, dice que éste «practicaba la ascesis» con respecto a la Palabra (cf. Hist. Ecl. VI, III 8-9). Con fondo y expresiones parecidas al pasaje de la Homilía sobre el libro de los Números, Metodio de Olimpo veía la participación en la fiesta de los tabernáculos, es decir, en la «alegría del Señor », como fruto de la fe y de la «ascesis y meditación de la Escritura» (El Banquete, IX,4).

«Prosoche» es la atención, consiste en una continua vigilancia y presencia de ánimo, en una consciencia de uno mismo siempre alerta, en una constante tensión espiritual. Es la vigilancia, vigilancia que nos libera de la agitación de los pensamientos, de este modo, podemos mantener la atención permanente a la presencia de Dios. «Prosoche» es la madre de la «proseuche», oración. La atención ayuda a rechazar los malos pensamientos introduciendo en la mente pensamientos saludables, contrarios a las tentaciones, sacados de la Escritura. Prosoche es la actitud fundamental del filósofo estoico o platónico, la atención para consigo mismo, la vigilancia a cada instante. El hombre «despierto» es perfectamente consciente de continuo no sólo de lo que hace, sino de lo que es, es decir, de su lugar en el cosmos y de su relación con Dios. Esta consciencia de sí es antes que nada una consciencia moral que pretende en todo momento llevar a cabo una purificación y una rectificación de la actitud: en todo momento vela por rechazar cualquier motivación que no sea la voluntad de hacer el bien. Pero esta consciencia de sí no es sólo consciencia moral, sino al mismo tiempo consciencia cósmica: el hombre «atento» vive sin cesar en presencia de Dios y en el «recuerdo de Dios», entregado gozosamente a la voluntad y a la Razón universal y contemplando todo cuanto existe con los ojos mismos de Dios. Esta prosoche, esta atención para consigo mismo, actitud fundamental en el filósofo, pasaría a convertirse en actitud fundamental del monje. De este modo cuando Atanasio, en su Vida de Antonio, escrita en el año 357, nos explica la conversión del santo a la vida monacal se contenta con decir que se dispuso a «prestar atención así mismo».

3.  La exégesis de Orígenes del Pentateuco (Génesis y Números) y el desarrollo de la vida espiritual.

Orígenes es el primer exegeta científico de la Iglesia católica.
Orígenes ilustró el texto sagrado con escolios, breves notas eruditas sobre gramática, cronología, geografía e historia para aclarar puntos difíciles concretos. Los Comentarios, perdidos en su mayor parte, estaban divididos en tomos, y contenían una explicación más amplia de todos o casi todos los libros de la Biblia. Cultivó la predicación para poner al alcance del pueblo el contenido dogmático, moral y místico de la Escritura. De aquí proceden las numerosas homilías, en estilo más sencillo, práctico y popular.

Orígenes mediante este estilo más sencillo presentó su explicación en series de homilías, acomodadas a la demarcación litúrgica del texto, en las que la interpretación alegórica le sirve de cauce para su magisterio espiritual. Por eso mismo resultan de mayor interés para la historia de la espiritualidad que la para la exégesis.

Según H. de Lubac los historiadores de Orígenes a menudo han olvidado, si no menospreciado, sus homilías, por diversos motivos. Las Homilías se presentan casi enteramente en una traducción que no parece infundir demasiada confianza. Pertenecen a un género menor y se sitúan por debajo de una obra como Peri Archon que se considera la suma del pensamiento origeniano. Las Homilías al Génesis fueron pronunciadas en Cesarea de Palestina durante el cuarto decenio del siglo III, cuando Orígenes rondaba unos sesenta años.

Las 16 HomGen (en versión de Rufino) van desde la creación a José en Egipto. También las 13 HomEx siguen el texto de un modo discontinuo. Más que los episodios de la narración histórica le interesa lo que simbolizan. Los acontecimientos del pasado eran figuras de otras realidades, entonces futuras, hoy realizadas (el paso del mar Rojo del Bautismo, la nube del Espíritu Santo, el maná de la eucaristía, la roca de Cristo). El Israel carnal implica la existencia del Israel espiritual. Las prescripciones del Lev (HomLev) le dan pie para desarrollar el doble (historia o letra espíritu) y el triple sentido de la Escritura (historia, moral y mística). Las HomNum hacen de la marcha por el desierto un símbolo de las etapas del itinerario espiritual. Omelie sui Numeri, XVII,4Orígenes en sus Homilías sobre los Números, XVII, 4 , nos describe la diferencia y lo que significa en la vida espiritual vivir en las tiendas de campaña.

Se ricercherai la differenza fra case e tende e la diversità fra Giacobbe e Israele, anche riguardo a ciò si deve fare una certa distinzione. Si usted busca la diferencia entre las casas y tiendas de campaña y la diversidad entre Jacob y de Israel, debe hacerse una cierta distinción.

Para aquellos que dedican su trabajo a la sabiduría y la ciencia, ya que no tiene fin – porque la sabiduría de Dios es infinita- Cuanto más se estrecha, más en profundidad se encuentra, más se escruta, más se encuentra su inefabilidad - porque es insondable la sabiduría inestimable de Dios -, entonces los que proceden a través de la sabiduría de Dios, no alaban las casas sino que admiran las tiendas de campaña, done existe el progreso en la vida espiritual, caminan siempre avanzando, ya que el camino tiende al infinito, estos progresos, los denomina campo de Israel.

Orígenes comprendió que el sentido de numerosos pasajes del Antiguo y del Nuevo Testamento no es el sentido propio. Rechazando un cierto «fundamentalismo», quiso llevar a cabo una sana «desmitificación» de la Escritura, especialmente en la interpretación del primer capítulo del Génesis. Para Él, los siete días de la creación no deben ser tomados en sentido propio, pero expresan un orden.

El principio a partir del cual todos los pasajes de la Escritura tienen un sentido figurado y extraño a la concepción cristiana primitiva. Es el principio de la alegoría universal. Orígenes está tan penetrado de este principio que no duda en escribir: Todo lo que está en la Escritura es misterio[1].

El la exégesis de Orígenes no falta nunca la doctrina espiritual. El tema del combate espiritual domina su antropología y su angelología. El hombre es a la vez espíritu, alma y cuerpo: el neuma es el don que Dios hace a cada hombre para guiarlo en el conocimiento, en la oración y en la virtud. Pero el alma es doble; su parte superior, la inteligencia (nous) o corazón, es discípula del neuma, que es la facultad del alma que acoge la gracia; la parte inferior, la «carne» o «el pensamiento de la carne»[2]corresponde en cierta medida a la concupiscencia que orienta al hombre hacia el cuerpo. El alma se encuentra además bajo la acción de ángeles y demonios que obedecen a sus dos capitanes, Cristo y Satanás. Diseminada en sus obras y al azar en su exégesis, Orígenes ofrece una doctrina muy rica y completa sobre el martirio, sobre la virginidad, sobre la virtud y las virtudes, sobre el pecado y demás capítulos de la ascética cristiana. Para que la encarnación de Cristo produzca sus efectos en el cristiano es preciso que Cristo nazca y crezca en cada alma.

El conocimiento tiene por objeto los misterios, tiene normalmente como punto de partida la exégesis  de la Escritura, meditada con pureza de corazón y con la renuncia al pecado y al mundo; la fe es su principio necesario, pero su objeto se hace cada vez más intensamente presente a los cinco sentidos espirituales y en el último análisis el conocimiento se confunde con el amor en la unión: «Adán conoció a Eva su esposa» (Gén 4,1). Orígenes en sus homilías invita al auditorio a progresar para alcanzar el conocimiento. Orígenes manifiesta a menudo una devoción a Cristo profundamente afectiva y que en su obra se aprecian vestigios, no frecuentes pero claros, de una experiencia mística personal.

El objetivo de Orígenes en sus homilías al Génesis no es dogmático, sino pastoral: no se detiene en los principios de la fe, sino en aquellas explicaciones y aplicaciones que puedan proporcionar alimento espiritual al creyente y estimular la perseverancia de los iniciados.

La doctrina espiritual origeniana sólo puede entenderse desde su base antropológica y soteriológica. ¿Qué es el hombre, se pregunta el alejandrino, según el Génesis? Y responde que el hombre es, ante todo, obra de Dios y obra directa, equiparable a criaturas tan excelsas como el cielo, la tierra, el sol, la luna y las estrellas. Sólo de ellas se dice que fueron hechas por Dios. La demás criaturas, en cambio, viene a la existencia a través del mandato divino. Pero el hombre sobrepasa incluso a las criaturas más excelentes que son también «hechura »de Dios. Sólo de él se dice que fue hecho «a imagen »de su Creador, que dijo: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza». Pero no debe identificarse al «hecho»[3] con el «plasmado»[4]

Para Orígenes, el sentido místico o espiritual es siempre superior al literal o histórico. Cuando describe el arca de Noé, introduce uno de los temas preferidos de su doctrina espiritual: el de los grados de perfección, necesarios para el desarrollo en la vida espiritual. En el nivel más alto están los que, guiados por la razón, se rigen así mismos y enseñan a los demás; son los pocos que se salvan con Noé, tipo de Jesucristo; estos moran en la cima del arca. Los irracionales, en cambio, habitan en los lugares inferiores; son creyentes (probablemente bautizados), pero su crueldad no ha sido aplacada aún por la dulzura de la fe. Por encima de estos viven los que, teniendo menos racionalidad, conservan sin embargo «mucha simplicidad e inocencia». Cristo Jesús, el Noé que aquí se alude, ocupa la más alta morada del arca. Los hombres y animales que se salvan en el arca son la figura de los salvados en la Iglesia. Por el comentario origeniano, semejante interpretación requiere situarse en el segundo nivel de lectura, porque en el primer nivel –histórico o literal- Noé no puede ser nunca Cristo, pues se trata de personajes históricos distintos; pero sí puede serlo en otro nivel –alegórico-, si contemplamos a Noé como figura (o alegoría) de Cristo.

Sor María A. Montoro Peinado
Monasterio Cisterciense de la Santa Cruz

 BIBLIOGRAFÍA

GUILLERMO FRAILE, O.P., Historia de la Filosofía II. Judaísmo. Cristianismo. Islam. Ed. La Católica. B.A.C., Madrid, 1967.
angelo di berardino, Diccionario patristico de la antigüedad cristiana, tomo II, Ed Sígueme, Salamanca, 1992.
ramón trevijano, Patrología. Ed. B.A.C. Madrid, 1995.
Atanasio, Vida de Antonio, biblioteca patrística 27, ed. Ciudad Nueva. Introducción, traducción y notas de Paloma Rupérez Granados, Madrid, 1994.
Orígenes, Homilías sobre el Génesis, biblioteca patrística 48, ed. Ciudad Nueva, introducción traducción y notas de José Ramón Díaz Sánchez-Cid, Madrid, 1988.
Orígenes, Homilías sobre los números, colección de textos patrísticos 76, ed. Città nuova, traducción, introducción y notas de María Ignacia Daniela, Roma, 1988.
Orígenes, Homilías sobre el Éxodo, biblioteca patrística 17, introducción y notas María Ignacia Daniela, traducción del latín de Ángel Castaño Félix, Madrid, 1992.






[1] Orígenes, Homilía X sobre el Génesis, IX, 1
[2] Rm 8, 6-7
[3] Gn 1,26
[4] Gn 2,7

3 de octubre de 2012

Memorias del Abad Endrédy Wendelin

El Abad Endrédy Vendel durante un encuentro de la 
Organización Juvenil Católica “Americana”. 
  
INTRODUCCIÓN
           El Abad Endrédy Wendelin permaneció en la cárcel del 29 de octubre de 1950 al 1 de noviembre de 1956, cuando fue liberado por los Combatientes por la Libertad de la breve Revolución Húngara. Sofocada la Revolución, fue arrestado de nuevo e internado en la abadía benedictina de Pannonhalma, único monasterio no suprimido por el comunismo. Las torturas y los seis años de prisión minaron seriamente su salud, pero todavía vive 23 años en aquel confinamiento relativamente confortable. En los años 70, recibe visitas sea de parte de los monjes de Dallas, sea de parte de los estudiantes de la Escuela de Preparación, de excursión por Europa con sus profesores.  No vuelve a ver su monasterio, aunque sólo estaba a 30 kilómetros de distancia. Murió en 1981 y fue enterrado, con autorización del gobierno, en la Iglesia Abacial de Zirc.

            Sus memorias de prisión han visto la luz sólo después de la caída del comunismo; hasta entonces han sido custodiadas por sus sobrinos, indicado al final del documento. El verano pasado fueron publicadas en Hungría en la revista Vigilia. Escrita para lectores húngaros, tengo como deber divulgarlas, haciendo una traducción lo más fiel posible del original y sólo añadiendo notas y subtítulos. Debemos preguntarnos si un argumento tan triste está en sintonía con la feliz atmósfera del período navideño. Se trata de un documento de fe “que resplandece en las tinieblas” y, como tal, viene leído y releído en el período navideño. “La luz resplandece en la tinieblas, pero las tinieblas no la han escuchado”.
            Navidad 1992 Abad Dom Denis Farkasfalvy, O. Cist
            Dallas

PRÓLOGO
            Como Abad de la abadía cisterciense de Zirc en Hungría, a finales de 1948, hice un viaje oficial a Roma. El pasaporte me fue devuelto con dificultad, después de preguntas reiteradas y con meses de retraso. Mons. László Bánáss, Obispo de mi Diócesis, y Joseph Cavallier, ministro de gobierno, tuvieron que garantizar que me sería devuelto. En Roma, recibí una carta de Leopold Baranyai, director de la Banca Europea en Londres que, citando fuentes competentes inglesas, me daba esta información: “Mosca ha dado orden al gobierno Húngaro de arrestar para Navidad  al Card. Mindszenty y, más tarde, otros 5 prelados católicos, de los cuales tú eres el único nombre conocido”. En consecuencia, debí esperar el arresto a mi regreso a Hungría. Mientras tanto, Mons. Tardini, Secretario de Estado, me informaba que también él había conocido la noticia de ese plan por otra fuente y me preguntaba si tenía la intención de regresar a la patria. “Sí”, repuse. Como, en mi audiencia, el Santo Padre[1] no mencionó la cuestión, pensé que estaba de acuerdo con mi decisión y, habiendo dado mi palabra Tanto a Mons. László  como a Joseph Cavallier, regresé a casa en la fecha establecida.

            Apenas llegado, en la frontera, los guardias requisaron mis efectos personales  y me quitaron las cartas que me dieron en Italia: Estaban bien informados y sabían incluso en cual bolsillo se encontraban tales cartas. No me quitaron todavía los documentos que tenía del Vaticano, que dejé a la custodia de Mons. Calman Papp, Obispo de Györ. Desde aquí el conductor del Obispo me acompañó a Esztrgom para que relatase mi viaje al Card. Mindszenty. Estos estaban ya en arresto domiciliario: en la puerta del episcopado, un policía montaba guardia. Me hizo entrar, pero cuando salí, los guardias registraron el automóvil, incluso el capó y el espacio debajo de los asientos. ¿Pensaban que quería hacer huir al cardenal en el automóvil? Al Card. Mindszenty le hice un resumen de mi audiencia en Roma y le transmití un mensaje del Papa. Le entregué el decreto del Vaticano que dispensaba a los miembros de las Órdenes religiosas de los votos de pobreza y de obediencia (en caso de dispersión). A cada uno venía dado el permiso de procurarse el dinero y de usarlo según su discreción, con la obligación de ayudar a los hermanos necesitados y a los ancianos. Conservé el original autógrafo del Papa, que contenía observaciones y correcciones, y mandé una copia al superior de cada Orden.

            En cuanto a la carta de Leopold Baranyai, se la comenté al Arzobispo Joseph Grösz. Le dije que, a mi parecer, él, el Obispo Shvoy de Székesfehérvár, el Obispo Pétery de Vác y el provincial de los Jesuitas, P. Elmer Csávossy, eran sospechosos y a punto de ser metidos en la cárcel. El Arzobispo Grösz mandó de memoria el texto de la carta; el P. Csávossy hizo lo mismo. Después de nuestro arresto, los tres recitamos a las autoridades el texto de la carta de arriba abajo para probar que nuestro encarcelamiento era parte de un complot. Los oficiales que condujeron el interrogatorio lamentaron: ¿Cómo podéis pensar que ciudadanos de una nación soberana sean arrestados por orden de una potencia extranjera?” Probablemente nuestro movimiento salvó de la cárcel al Obispo Shovy, y quizás también al Obispo Pétery, que no fue nunca arrestado ni encarcelado formalmente, sólo fue internado en el pueblo de Hejce.

            Antes de mi arresto ocurrieron otros incidentes. El 14 de julio de 1950, registraron mi apartamento en Zirc, mirando con lupa todos mis objetos. Se presentaron tres agentes de policía vestidos de civiles. No tenían ninguna carta de autorización de registro; simplemente exhibieron su tarjeta de identidad como miembros de la policía secreta. En mi despacho, uno se sentó al escritorio y examinó con la máxima atención cada documento, mientras los otros dos examinaron cada libro de los estantes: eran interesantes sobre todo los libros sin abrir y las encuadernaciones de los libros. En el centro de la mesa había un sobre abierto que contenía una carta que intentaba enviar a Roma. Creo que esa carta era justo lo que buscaban, mas como ocurre a menudo, no le dieron importancia a aquella carta dejada en el lugar más a la vista. También hurgaron bajo las fundas de los muebles. Tiraron toda la ropa fuera del armario. Más tarde descubrí también que en la habitación donde me alojaba en Budapest, habían separado hasta los paneles de la pared para encontrar cartas escondidas.

            La carta sobre la mesa era una solicitud a la Santa Sede de expulsión de la Orden del P. Ricardo Horváth, cisterciense que había colaborado con los comunistas. Antes de escribir la solicitud, le pregunté por qué no obedecía mis órdenes. Me repuso solamente: “No tengo la valentía de decírselo”. El P. Ricardo no era malo. Estoy seguro que no fue él a denunciarme por haber escrito la carta en cuestión, quizás fue algún otro al que él le refirió nuestra conversación.
            Una semana después de este acontecimiento, la policía vigiló la oficina de la tienda de la abadía de Zirc y los registros de la administración y selló todas las habitaciones de ambas oficinas. Mientras estaba en Roma, la cocinera del monasterio, la Señorita Hedvig Sch., fue arrestada y conducida a la estación central de policía en Budapest. La interrogaron  largo rato sobre el personal y las condiciones financieras de la abadía. Querían saber quien venía a visitarme y cuales eran las relaciones entre los miembros de la Orden y nuestros dependientes. La sometieron también a tortura, metiéndole objetos con puntas afiladas entre los dedos y presionando. No obstante no hizo ninguna acusación contra nosotros.

       En el mismo período, uno de los mejores artesanos de Zirc estuvo a punto de morir por los golpes padecidos en la estación de policía. Le obligaron a firmar una confesión según la cual yo le habría empujado a actuar de espía pagándole con dólares americanos, dinero con el cual él se habría construido la nueva casa de dos plantas.

            De estos hechos preocupantes y de la carta del Señor Baranyai comprendí lo que me esperaba. El arresto del Card. Mindszenty el 26 de diciembre de 1948 provocó el rechazo general y la reacción pospuso el arresto de otros prelados, yo entre ellos.


El arresto
El Cardenal Joseph
 Mindszenty
 durante el proceso
         El 29 de octubre de 1950, regresaba al monasterio desde la casa de mi sobrino en Budapest. Hacia la tarde, yo y mi secretario y conductor, P. Timothy Losonczi, habíamos llegado a la periferia de la ciudad, cuando de improviso un auto bloqueó la calle y un segundo nos paró por detrás. En cada coche se sentaban cuatro agentes de policía secreta vestidos de paisanos. Su jefe se me acercó mostrándome la carta de arresto. “¿Puedo despedirme de mi secretario?”, pedí. “No, también él vendrá con nosotros”, fue la respuesta. Como supe más tarde, el P. Timothy aceptó su suerte con gran ánimo: estuvo en prisión cuatro años y murió antes que lo pudiese volver a ver.

            Me condujeron a la infame estación de la policía secreta, Nº 60 de la calle Andrássy. El interrogatorio duró dieciocho horas con dos pausas breves. En las pausas me apuntaban sobre  el rostro lámparas de alta tensión, mientras dos policías se ocupaban de tenerme los ojos siempre abiertos.

            El jefe del despacho de investigación, del cual no he sabido nunca el nombre, me dijo que desde hacía dos años vigilaban y seguían mis pasos. Habían encontrado pruebas irrefutables de mi actividad criminal contra el Estado, de espionaje y de tráfico ilegal de divisa extranjera. Me acusaron de haber enviado al extranjero a 24 jóvenes de la Orden y de haber exhortado a la Orden a permanecer fiel a la Iglesia también después de la supresión de Zirc. Por tanto, dijeron que yo miraba debilitar el poder del Estado y el nuevo régimen democrático. En el primer interrogatorio no me acusaron de haber conspirado para restaurar la monarquía de los Habsburgo, ni me acusaron de antisemitismo. Estos disparates fueron inventados más tarde.

            En la segunda hora de interrogatorio, el coronel se sintió indignado por las infamias sobre las afirmaciones relativas a las torturas perpetradas por la policía secreta. Nunca habrían consentido tocar a alguien. No tenían intención de hacer de mí un mártir. Para confirmarlo dio su palabra “de gentilhombre”. En aquel momento,  a decir verdad, tampoco imaginaba que uno de mi edad -tenía entonces 56 años-  pudiese ser repetidamente golpeado, pataleado, torturado de varios modos, y luego intoxicado poco a poco para privarlo de la voluntad.

            Pasaron mucho tiempo atormentándome con las más variadas calumnias sobre la vida privada de nuestros obispos, de los superiores de las Órdenes religiosas y de otras personas eminentes de la Iglesia. Me dijeron el nombre de mi amante y dieron detalles sobre las relaciones sexuales de bastantes obispos, y siguieron con un largo elenco de comportamientos sexuales repugnantes mantenidos por las mismas personas.

            Realmente, no intentaban hacer de mí un mártir. Al contrario, querían sólo destruir mi personalidad y convertirme en un autómata, desmoralizado y humillado. No mantenían secreto sobre sus intenciones, y me dijeron que aspiraban a hacer partícipe de esta comedia satánica a la prensa universal, húngara y extranjera.

            Me dieron 72 horas para “reflexionar”. Después, si no había colaborado, publicarían todos aquellos “hechos” de los que me acusaban. Destruirían no sólo mi imagen, también la de la Orden Cisterciense  y de la Iglesia a la vez. “No necesito ni un minuto para reflexionar”, dije. “No hay nada sobre lo que reflexionar”.

            Al fin del primer interrogatorio, me llevaron al sótano. Sobre un suelo helado, me desnudaron: querían ver si escondía algo. Arrancaron el forro de la chaqueta, despegaron la suela de los zapatos e hicieron trizas el tacón. Quitaron los botones de la camisa, rompieron los tirantes, y hasta las gafas. En la celda de la prisión solo se sentía el tufo repugnante de la litera. En los primeros dos meses no tenía mantas. Más tarde me dieron una tela de las que se usan normalmente para los caballos. En la habitación la luz estaba siempre encendida. Sólo el rumor proveniente de la calle me permitía distinguir el día de la noche. Debía sentarme sobre el colchón, sin echarme, para tumbarme debía pedir permiso, Las manos tenían que permanecer fuera de la manta, y la cabeza, mientras dormía, distante de la pared y vuelta hacia la luz.

Las acusaciones
         Mis dos viajes al extranjero en 1948, fueron usados en contra mía como pruebas de espionaje y de alta traición. Oí decir que el verdadero jefe de la Iglesia era Wall Street y que el Papa estaba a su servicio. Parecía importante para ellos afirmar que las Órdenes religiosas no eran más que ciegos instrumentos del Vaticano; En consecuencia, cada religioso o religiosa era un probable agente. No sostenían que todos los espías fueran Jesuitas, pero sí que todos los Jesuitas eran espías. Me dieron una larga lista de religiosos residentes en el extranjero, de los cuales querían información.

            Muchas veces afirmaron que, según Mosca, yo era un espía particularmente peligroso: Sabían que al moverme en el  entorno cultural de la embajada italiana, tenía correspondencia con el P. Biagio Füz, cisterciense húngaro residente en Roma. Tuve entonces la sospecha que mis actividades fueron seguidas de cerca. Seis meses antes de mi arresto, me enteré que en Viena, Austria, un soldado ruso había ido a Béla Lehrmeyer, ex-empleado  de la Archidiócesis de Kalocsa, ofreciéndole por 500 dólares una carta mía, quitada a un enviado diplomático. Se trataba de una carta escrita poco antes del secuestro, que yo había mandado al P. Biagio por medio de la embajada húngara[2]. Entonces entendí que la policía secreta estaba al corriente, al menos en parte, de las cartas que enviaba al extranjero a través de canales diplomáticos. Durante los sucesivos interrogatorios, quedé cada vez más sorprendido de pruebas evidentes de que hasta mis cartas más confidenciales y sus respectivas respuestas eran conocidas por la policía secreta. En realidad, ¿qué contenían? Escribía sobre la vida de nuestra Orden en Hungría, del trabajo y de las dificultades, de la expropiación de nuestros monasterios e institutos, de la deportación y del internamiento de los monjes, como los muchos obstáculos puestos por el gobierno para dificultar nuestras actividades pastorales y educativas. A partir de 1950 informaba también a las autoridades romanas sobre todo lo que les sucedía a las otras Órdenes religiosas. Después de julio de 1950, siendo nuestros monjes desalojados de sus casas, informé a las autoridades Vaticanas sobre los encuentros y conferencias que los funcionarios del Estado comenzaron a tener con algunos representantes del Episcopado.

            Uno de mis presuntos “crímenes” era que después de la guerra, por medio del P. Giulio Hagió-Kovács, O. Cist., había comunicado a la Misión Americana en Budapest la lista de los objetos (máquinas y productos industriales y agrícolas, medios de transporte y otros) que desde el ejército ruso nos fueron quitados a la fuerza de nuestras posesiones. Trataba de explicar que con esta comunicación intentaba reducir la suma que Hungría debía a las fuerzas aliadas. Mi acusador simplemente respondió que yo actué con odio a la Unión Soviética.

            Mis contactos con los funcionarios de las embajadas británica y americana fueron interpretados como actos de espionaje. En vano traté de convencerles que yo no estaba en posesión de secretos militares o industriales y, que por tanto, no podía informarles sobre los tales. No sospeché que pudieran ser consideradas como “crímenes de espionaje” mis cartas enviadas al extranjero, que contenían noticias para los amigos y superiores de la abadía, las escuelas, las inscripciones a la escuela, la caída del número de estudiantes. Los acusadores debieron pensar que tales acusaciones rozaban, de hecho, el ridículo. En efecto, seguidamente, durante la preparación para el proceso, me dieron órdenes precisas a fin de que, en caso de preguntas sobre estos “crímenes”, en mis respuestas evitase refutar tales argumentos. “Si aquel asno de juez te hace preguntas estúpidas como estas, tu responderás que no sabes nada”, me sugirieron.
            Fui interrogado largo tiempo sobre “la Americana”, la Organización Juvenil Católica de los estudiantes universitarios, fundada y dirigida por los Cistercienses, y acusado de querer restablecer en Hungría el gobierno de los Habsburgo, de apoyar al almirante Horta y de ser antisemita. ¿Qué pruebas tenían? Afirmaban que dos jóvenes hebreos habían sido maltratados por los estudiantes. Pero, ¿qué tenía yo que ver con esto?
           
Uno de los puntos fuertes de las imputaciones que me hacían era mi “actividad política”. Se habían hecho de mí la idea de un activo colaborador de la obra del Card. Mindszenty para arruinar el régimen a través de una contra-revolución. En realidad, mis previsiones para el futuro eran justo lo contrario. Cerca de un año antes de mi arresto, István Friedrich, siendo ya primer ministro de Hungría, vino un día conmigo a Budapest. Ya de avanzada edad, me pedía  de ayudarlo a buscar una mujer de servicio y una enfermera. Durante la conversación me informó que pronto habría grandes cambios políticos y que Hungría se convertiría en parte del mundo oriental. Me confió además que las potencias orientales lo habían contratado para que guiase el nuevo gobierno. Le respondí con toda honestidad que me parecían absurdas sus previsiones. Quizás en las próximas décadas hubiese algunos cambios, mas en la situación actual sus predicciones parecían lejos de la realidad. Sin embargo, la policía secreta insistía en acusarme de participar en la formación de un nuevo gobierno levantando una rebelión.

            Otra prueba de mi actividad contra el régimen era mi apoyo general a los Cistercienses que, junto con los Jesuitas, protestaban enérgicamente contra las supresiones de las Órdenes religiosas. Verdaderamente, en aquellos años los Jesuitas y Cistercienses fueron muy solidarios entre ellos, formando una posición común en la resistencia. Permanecieron cada uno firmemente anclados a la propia espiritualidad, creando una profunda impresión sobre el país. También fui acusado del hecho de que la comunidad de Zirc ayudó a las monjas expulsadas de sus casas y las reunió en torno nuestro en agosto de 1950[3]. Realmente los monjes de Zirc exhortaron a las monjas a no considerarse suprimidas, sino a permanecer unidas y fieles a sus propias Órdenes. Esta postura de las diversas comunidades ciertamente molestó al régimen. A mi vez, quedé impresionado al constatar  que la policía secreta estaba perfectamente informada de cada palabra pronunciada en las reuniones de los superiores del país: su red de espías funcionaba.

            También me fueron imputados como “crímenes” las visitas hechas a los monjes arrestados y encarcelados antes de mí: P. Giulio H., P. Tommaso F.[4], P. Gerardo M., P. Clemente P., y otros no pertenecientes a la Orden. Mis visitas fueron consideradas como una prueba de simpatía hacia los enemigos del régimen y una expresión de odio contra el socialismo.

            A la fuerza querían hacerme confesar que yo había estado en primera línea en la organización de grupos estudiantiles subversivos con el objetivo de hundir al régimen. Se supo más tarde que el deseo de obtener una confesión era el principal objetivo para poder recurrir a la tortura durante los interrogatorios. El origen de esta acusación era más bien remoto: un alumno cisterciense, un antiguo alumno mío de nombre Ervin Papp, estuvo envuelto en actividades anti-comunistas. Antes de mi arresto, me enteré de su plan y traté de disuadirlo explicándole que, en nuestra situación política, aquel intento era peligroso y destinado a fracasar. Le di este consejo en una carta, recomendándole destruirla después de leerla. Desgraciadamente no siguió mis instrucciones. Al arrestarlo, todas las cartas terminaron en manos de la policía y, si bien el contenido era en contra de toda actividad subversiva, mi carta fue considerada como prueba de mi implicación en la conspiración.

La tortura
            Mi primera tortura fue hecha en una habitación bien amueblada. Fui desnudado. Luego, de frente a un joven oficial, fui obligado a postrarme en tierra y besar cada vez sus botas. Al mismo tiempo, debía responder a sus preguntas. Todo esto continuó hasta que, exhausto me desplomé. Después de varios desvanecimientos, fui llevado al sótano y encerrado por dos semanas en una celda que se asemejaba a una tumba de dimensiones de 2×1’3m. Más allá de la litera en el muro, discurría una tubería de desagüe que dejaba caer rítmicamente gotas encima de mí. No me estaba permitido tumbarme. Lograba dormir un poco cuando estaba sentado. Era noviembre, sin mantas, siempre tenía frío. En estos días terribles, oraba constantemente al Señor para que me hiciese morir porque no quería perjudicar a nadie con lo que yo pudiera decir.

            Transcurridas esas dos semanas, se repitieron los interrogatorios. Detrás de un enorme escritorio había sentado un coronel, probablemente el jefe de la Oficina de Investigación. Me hicieron sentar de frente a él, rodeado de 5-6 policías de paisano. A lado, en un sillón de cuero, se sentaban tres hombres, dos comandantes y un capitán. El interrogatorio versó exclusivamente sobre la conspiración de los estudiantes universitarios. Les dije de nuevo que yo no había tomado parte en esas cosas. (En aquel momento no sabía que Ervin Papp, no habiendo hecho caso de mi consejo, había comenzado realmente una organización subversiva). Los policías me escupieron a la cara. El coronel les preguntó: “¿Conocéis otros modos de tortura para destruir la resistencia de un hombre?” Respondieron ”No”.  Entonces me arrastraron a otra habitación, donde fui torturado la primera vez, me esperaban tres hombres: Un comandante gigantesco, musculoso, un capitán y un tercero de paisano. Me desnudaron de nuevo y me hicieron hacer ejercicios hasta que caí al suelo. Uno de ellos, con un objeto plano, por detrás me daban tremendos golpes en los hombros. Después de este trato no pude mover la cabeza en tres semanas. A continuación también me daban patadas en el trasero: los golpes no me producían un dolor agudo, mas de tanto en tanto me hacían perder el sentido. Pero no creo haber estado mucho tiempo sin consciencia. Me concentré sobre qué decir y responder a todas las preguntas, puesto que, si hubiese permanecido en silencio y no hubiera negado todas las imputaciones, ellos habrían considerado mi silencio como una forma de admitir mi culpa.

            Tuve que padecer un gran número de pruebas físicas. Me ponían delante de una pared y me obligaban a oprimir la frente contra un objeto puntiagudo como un lápiz situado entre la pared y yo. Me ponían agujas y clavos bajo los talones. Me apretaban sobre los costados láminas candentes de hornillos eléctricos, Cuando me derrumbaba, en seguida tiraban la mesa con las agujas y clavos y, con patadas, me levantaban. Otra forma era la del aplastamiento. Me ponían en la mano pesos de 20 ó 30 libras obligándome a apoyarme sobre los talones teniendo debajo los clavos, y estar así hasta el desvanecimiento. Entonces con patadas y puñetazos me hacían volver en mí. También fui torturado con descargas eléctricas. Me aplicaban la corriente a los labios, a los ojos, a la nariz, a las orejas y hasta al pene. La prueba del “Besa la Cruz” consistía en obligarme a besar una cruz  y una placa de metal, que llamaban “libro del evangelio”. El circuito eléctrico se cerraba cada vez que apretaba la placa y la besaba. Me indicaron que si hubiese dicho la verdad no me hubiera pasado nada, pero que si hubiese mentido la descarga eléctrica me hubiese matado. Permanecía con los labios quemados y con una gran herida en la boca. Caí desvanecido, y un objeto afilado que estaba en el suelo me hirió gravemente una rodilla. La herida se infectó y provocó una gran hinchazón como la palma de la mano. Llamaron a dos doctores que me medicaron y me hicieron una cura. Uno me preguntó: ¿Qué te ha pasado?”. Respondí con un hilo de voz: “Me he caído durante el interrogatorio…”.  No había terminado la frase cuando un policía desde detrás me interrumpe: “Se ha caído por las escaleras”.

            Durante las torturas hubo momentos en que dejé de sentir las palizas. A veces el guardia de la prisión me decía si me limpiaba el rostro de sangre, pues yo no advertía que la perdía.

Mi “Confesión” escrita
            Después de dos semanas sin dormir, con la rodilla herida e hinchada, me llevaron a una especie de trastero sucio. Lo llamaban el “escritorio”. Aquí los prisioneros debían escribir su biografía y la confesión admitiendo todas las acusaciones. Estaba cansadísimo y caí sobre la cama manchado de sangre y pus. Entró un enfermero con una jeringa en la mano, diciéndome que lo mandaba el doctor y que sería más eficaz que cualquier somnífero. Me dio dos pinchazos. Diez minutos después comencé a sentirme raro. En este estado de mente alterada, que no sé describir, fui conducido a otro interrogatorio que duró toda la noche. Fueron las horas más tristes de mi vida. Debía mantener todas mis energías para poder tener la mente bajo control. Evidentemente, me habían inyectado una droga que alteraba la mente. Pero conseguí controlarme. A pesar de esos horrores, no soy capaz de recordar bien aquella terrible noche. No recuerdo las preguntas que me hicieron.

            Seis meses más tarde fui conducido a un careo con Ervin Papp. Informado que él estaba de verdad organizando una conspiración, afirmé: “En modo alguno he tenido algo que ver en esta historia, mas quiero colaborar aceptando algo de su culpa, si eso puede ayudar a Papp y a sus defensores”. Esta declaración no fue jamás introducida en los puntos de mi proceso.
            Ocho meses después de tales experiencias, fui llevado a juicio. El juez era el Señor Vilmos Olti y el acusador Giulio Alapi[5]. El proceso realmente fue una comedia. Fui advertido que si un abogado me hiciera preguntas fuera del protocolo, no tenía por qué responder. Fui acusado de alta traición, de espionaje, de conspiración y de tráfico ilegal de divisa extranjera. La sentencia dada el 28 de junio, me condenaba a 14 años de cárcel.

La vida en la cárcel
         Después de la sentencia, me empujaron dentro de un coche con ventanas oscuras. Aplastado entre dos guardias armados, me dieron una vuelta durante más de dos horas. Creí ser transportado a la ciudad de Szeged; en realidad, como descubrí pronto, fui llevado a otra prisión de Budapest, a sólo diez minutos en coche del tribunal.
            Durante casi tres años viví en esta prisión, la prisión de Konti Street, en completo aislamiento, sin poder ver nunca a nadie. Era considerado uno de los “prisioneros secretos”. Supe más tarde que había otros dos prisioneros en las mismas condiciones: Mons. Grösz, arzobispo de Kalocsa[6], y el ex-jefe socialista Arpád Szakasits[7]. En esta prisión los guardias me hicieron sufrir mucho. A menudo me impedían ir al baño, causándome dolores atroces durante horas. Mi celda apestaba; la piel se infectaba en aquella sucia habitación; en tres circunstancias, a causa de tales infecciones, el rostro quedaba desfigurado. Me daban de comer pan amasado con harina pasada. Sin embargo, en el invierno calentaban la celda bastante bien: había una estufa en común para dos habitaciones.

            El día después del arresto, pedí celebrar la Misa. Me fue concedido celebrar la primera vez en Navidad de 1950 y la segunda vez en la Pascua de 1951. Solamente el 3 de mayo de 1951, Jueves de la Ascensión, tuve la gracia de poder celebrar Misa diariamente. Me llevaron a la celda un cáliz con el pie partido (tuve que sujetarlo con un cordón) y un misal franciscano. Durante cinco años y medio pude celebrar Misa diariamente. En Navidad y en la fiesta de Todos los Santos dije tres. Al principio, probaron a burlarse de mí mientras celebraba, pero cuando comprendieron que no les hacía caso, dejaron de hacerlo. Desde el inicio de la detención pedí tener la posibilidad de confesarme. Envié cartas al Ministro de Justicia con una solicitud, pero no obtuve respuesta. Durante el resto del tiempo, revisé cada expediente para tener la mente ocupada. Me esforzaba en recordar las cosas más bellas de mi vida pasada. De este modo la gracia de Dios se consolidaba en mi espíritu y me confortaba.

            El 17 de agosto de 1953, me concedieron por primera vez salir un poco al aire libre. Un paseo por el patio eran 68 pasos. Me dejaban dar 12 vueltas. Pronto, los paseos fueron más largos. En la prisión a donde fui transferido, podía pasear dos veces al día, tomar un poco de sol, y sentarme de vez en cuando. En 1954 o 1955, en el verano, una vez me paré para admirar un manojo de hierba. En seguida, el guardia me gritó fuertemente: “¡Camina!”.

            Durante los primeros ocho meses de cárcel no me dieron ni libros, ni papel, ni bolígrafo o lápiz. Después de la sentencia tuve las hojas de papel contadas: el guardia controlaba continuamente lo que escribía. Resolvía problemas de matemáticas y escribía notas en los libros que me eran concedidos. La biblioteca de la prisión contenía sobre todo autores soviéticos: Leí a Gorka, Ilya Ehremburg y otros. El resto de los libros eran ateos, llenos de odio contra la Iglesia y el clero, y  hablaban pésimamente de los empresarios. Algunos días antes de la sentencia, dándome la posibilidad de tener nuevos libros, pedí una Biblia, una copia de Derecho Canónico para las Órdenes religiosas y un libro de matemáticas y física. Los primeros dos días me fueron negados inmediatamente, un volumen de matemáticas y física me fue dado 5 años después, el 1 de noviembre de 1956, día de mi liberación por parte de los combatientes por la libertad. Nada más después de la sentencia, a decir verdad, recibí un rosario, si bien no el mío, y dos meses más tarde los cuatro volúmenes del breviario.

            Durante todo el tiempo de la detención, debía levantarme a las 5’30 de la mañana. Me lavaba, me vestía y limpiaba la celda, teniendo el desayuno servido a las 8’00. Los primeros años, nos daban sopa cocida con harina y grasa, pronto pasaron al café “negro” usado por los militares[8]. Nos distribuían cada día 300 gramos de pan (2/3 de libra), en tres raciones. El almuerzo era servido a mediodía; consistía en una sopa (de verdura de sobre) y cerca de medio kilo de verdura cocida. Una vez a la semana nos concedían 100 gramos de carne hervida; el sábado y el domingo, cena fría con fiambre. En 1956, mi comida fue igual a la distribuida al personal de la cárcel. Íbamos a la cama a las 9’00 de la noche. En la primera prisión (Konti Street), tuve una taza y una cuchara señaladas con el mismo número, el Nº 201. Cuando me cambiaron a la otra prisión, la taza y la cuchara vinieron conmigo y que yo no aprovechase para transmitir mensajes a otros lugares de mi detención por aquel canal bien conocido por los prisioneros políticos[9].

            Después de mi arresto, las celdas no estaban caldeadas: (solamente dos corredores, tenían calor, y las celdas sólo estaban templadas). En realidad, las celdas subterráneas generalmente no eran tan frías, pero sucias y malolientes a lo inverosímil. La prisión de Konti Street era bastante caliente; sin embargo, la siguiente de Vác, donde estuve casi dos años, no tenía nada para calentarla. Allí todos los dedos de las manos, tres dedos del pie derecho y dos del izquierdo, como también la oreja izquierda, se congelaron. No estuve nunca gravemente enfermo, pero pasé por los males comunes de la prisión. Luché contra las infecciones del aparato digestivo, la falta de vitamina C; los dientes se me aflojaron y muchos se cayeron. Tuve problemas con el sentido del equilibrio (laberintos), insuficiencia cardiaca e insomnio. Los nervios permanecieron firmes y no me abandonó el sentido del humor. Tuve la alegría de gozar viendo un manojo de hierba que crecía en el patio de la prisión. Puse algunas hojas en el breviario; todavía las conservo. Cuando caía enfermo por los “males de prisión”, venían a curarme los doctores de la policía secreta: su comportamiento y sus cuidados eran impecables. A los médicos de la prisión ordinaria no les estaba permitido ocuparse de los prisioneros secretos como yo.

            Las celdas de la prisión y los baños estaban horriblemente sucios: no los limpiaban  ni los abastecían de lo necesario para limpiarlos. En la prisión de Konti Street recibí por primera vez una toalla, un trozo de jabón y una jofaina solo para mí. Podía cuidar el suelo con aceite y tenerlo limpio. En Vác, al contrario, en mi celda abundaban las chinches: a mi llegada, en los tres primeros días (3 de mayo de 1954), maté 750. Rápidamente obtuve el DDT en polvo y logré liberarme de ellas. En las otras prisiones no encontré chinches.

            El cambio de Vác a mi última prisión, la Prisión Central de Budapest, fue como una bendición. Sucedió el Viernes Santo 30 de marzo de 1956. Me asignaron la celda donde supe más tarde, que el Card. Mindszenty había estado un período bastante largo. Si bien permanecía todavía aislado, la vida se volvió más soportable: me dieron papel y bolígrafo y algunos libros para leer. De la actitud de los guardias que estaban al servicio de la policía secreta ya he hablado antes. En la prisión de Konti Street, a veces encendían la luz 30 veces en una sola noche, para que el detenido no pudiese dormir. Lo más triste era oír blasfemar contra el nombre de Dios, del Señor Jesús y de la Virgen María en un contexto de obscenidad nauseabundo. Encontré sin embargo guardias más humanos pero en los peores puestos.

            Tuve un compañero de celda solamente los primeros meses de prisión, mientras me preparaba para el proceso. Al principio pensé que se trataba de un espía al servicio de la policía. El primer compañero viene en enero de 1951, un ex-general del ejército. Me saludó con estas palabras: “Te recomiendo no decir nada de ti mismo”. Deduje que no podía ser un agente. Pronto fueron mis compañeros un capitán de los Jefes de Estado Mayor, y luego un coronel del ejército, ingeniero. Mas los siguientes seis años, estuve siempre solo. En el curso de estos años, tuve una sola visita: tres meses antes de ser liberado, mi sobrino, hijo de mi hermano, obtuvo el permiso de verme. Pudimos hablar media hora. Por él supe que mi madre había fallecido el 16 de enero y tuve también la noticia de la muerte de un miembro de nuestra abadía, el P. Giustino Baranyai. Me dio mucha pena saber que en la prisión perdió la cabeza y nunca se curó, ni siquiera después de ser liberado.

            Cuando me liberaron, los hábitos que llevaba al momento del arresto no fueron encontrados. Fue encontrado sólo mi reloj, enredado en los lazos de los zapatos; y me fueron restituidos el anillo abacial y un traje clerical.

             Mi vida de 6 años de prisión es algo que no cambiaría por ningún tesoro del mundo. A través de esta experiencia, mi vida se ha enriquecido inmensamente. No tengo ningún rencor por ninguno de los que me torturaron.

Libertad a la vista
            El 1 de noviembre de 1956, un guardia abrió mi celda. Tres hombres de paisano entraron dirigiéndome un saludo que sonó como un sueño: “¡Sea alabado Jesucristo! El Muy Reverendo Abad de Zirc es libre!”. Eran cerca de las 6’00 de la tarde. Fui el último prisionero en irme: el último, porque mi nombre no se encontraba en las listas de detenidos.

            Traduzido del inglés por el P. Igino Vona
            Casamari, 01-06-2012
           
            Traducido del italiano por la Hna. Marina Medina Postigo
            Monasterio de la Santa Cruz (Casarrubios), 05-09-2012


[1] Papa Pío XII.
[2]  En la época del arresto del Abad Wendelin, la parte oriental de Austria estaba todavía bajo la dominación soviética y Viena estaba dividida en cuatro sectores (británico, americano, francés y soviético). Al objeto de obtener divisa occidental, los soldados soviéticos estacionados en Viena –circulaban libremente en los tres “sectores occidentales”- a menudo se dedicaban a vender documentos interceptados en la aduana. El Abad Wendelin fue informado antes de su arresto, por la persona designada en sus memorias, que en realidad algunas de sus cartas fueron interceptadas y puestas a la venta.
[3]  Antes que a la Iglesia de Hungría le fuese impuesta la supresión de todas las Órdenes religiosas, la mayor parte de los hombres y de las mujeres consagradas fueron internados en estructuras eclesiásticas más amplias. De tal modo, que centenares de religiosas de toda Hungría fueron llevadas en un camión a Zirc y abandonadas sin ninguna medida para el alojamiento y la comida. Con muchos enfermos y ancianos, la vida de los monjes en la abadía (cerca de noventa personas, de las cuales, casi sesenta sobre los veinte años), tuvo gran dificultad de proveer a las necesidades de estas huéspedes forzadas. Cada habitación libre fue transformada en un espacio habitable. Mientras la ciudad de Zirc se esforzó de forma encomiable de alimentar a las monjas, y los sacerdotes de la comunidad ofrecían su ayuda espiritual a aquellas pobres mujeres expropiadas y angustiadas sobre un futuro incierto.
[4] El P. Tommaso Fehér fue arrestado en 1948 y encarcelado. Cuando por disposición judicial fue liberado, consiguió huir de Hungría. Luego vino (fue) a Texas y vivió en el monasterio de Irving hasta la muerte. Enseñó en la Escuela Preparatoria cisterciense de 1963 a 1976.
[5] Otli e Alapi tuvieron su propio papel en el proceso del Card. Mindzsenty. Alapi, abogado católico de gran reputación, se suicidó algunos años después. Seis años más tarde, en 1956, Olti era todavía juez en activo mas alcoholizado, no estaba ya para conducir procesos. De estudiante de leyes, yo una vez asistí a un proceso conducido por él. En otra ocasión, el proceso era sobre un prisionero político: En su discurso, Olti  hizo una “chapuza”, puesto que permitió al imputado exclamar: “¿Pero cómo puedo hablarte de mis interrogatorios por parte de la policía  si perdí el conocimiento bajo los golpes?” Nosotros, estudiantes de jurisprudencia presentes,  reaccionamos con un grito de rechazo. Él nos llamó al orden, pero una vez llegados a la universidad, formamos un follón por lo que habíamos oído.
[6] Estaba en calidad de segunda autoridad en la jerarquía de la Iglesia Católica húngara, justo después del arresto del Card. Mindzsenty, Mons. Grösz en 1950 fue obligado a firmar un documento, donde reconocía la supresión de las Órdenes religiosas del país. Justo después, fue arrestado, procesado y condenado. Liberado en los años 60, murió poco después.
[7] Arpád Szakasits realizó un papel similar al del Mons. Grösz. Como jefe del Partido Social-Democrata Húngaro en 1949, fue obligado a firmar la “unión voluntaria” de los social-demócratas con los comunistas. Después de un breve período como Presidente de la República, fue arrestado, procesado y condenado por alta traición. Fue liberado en los años 60 y poco después murió.
[8] En el servicio militar, el café “negro” era obtenido de la achicoria. Circulaba entre los que habíamos prestado  servicio en el Ejército del Pueblo Húngaro (entre nosotros que habíamos prestado servicio… circulaba la voz que) que, el café diario, a los prisioneros y a los reclutas venía con sedantes. La amargura de este sucedáneo de café escondía el sabor de alguna droga.
[9] Incidiendo en los utensilios de cocina, los prisioneros a veces lograban hacer saber que se encontraban vivos. La detención en la cárcel del abad Wendelin permaneció desconocida  a su comunidad por años. Su madre murió sin tener nuca la posibilidad de visitarlo o de saber dónde estaba.