31 de enero de 2015

DOMINGO IV (C. B) DEL TIEMPO ORDINARIO

Reflexiones sobre las lecturas de la Misa


Suscitaré un profeta de entre sus hermanos. Pondré mis palabras en su boca y les dirá lo que yo le mande. Estas palabras del libro del Deuteronomio recuerdan que Dios no se olvida de su pueblo, y que siempre hará los posibles para que no le falte nunca su Palabra. Israel, a lo largo de su historia y por medio de los profetas, recibió el consuelo y la ayuda divinas para superar los contratiempos que nunca faltan en la existencia de la humanidad, pero sobre todo para conocer el camino a seguir a fin de obtener las promesas definitivas de Dios. Hablar de profetas hoy no suscita demasiada extrañeza ni supone un problema para el hombre moderno. Conocer lo que va a pasar, tener una visión más o menos clara de lo que se avecina, ha suscitado siempre interés, y ha habido quien se ha atrevido a decir que la vida del hombre sería más soportable si supiera de antemano lo que le espera. Pero esta curiosidad no solamente no es buena, sino que es malsana, porque en el fondo no es otra cosa que falta de fe y de confianza en Dios. Quién ha creído en verdad en el amor de Dios no tiene necesidad de recurrir a técnicas humanas para penetrar sus designios, que no pueden ser sino designios de paz y de salvación.

Según su etimología, profeta es aquel que habla en nombre de otro, y es precisamente este aspecto el que muestra la dimensión de los profetas bíblicos. Aunque a veces hayan podido anunciar lo que estaba por venir, su misión consistió sobre todo en comunicar un mensaje de Dios, invitando a conocer el proyecto divino. Los profetas, a menudo,  denunciaban y criticaban situaciones que no respondían a la voluntad de Dios manifestada en su ley, y por esta razón, fueron personajes incómodos, portadores de inquietud, en la medida que no dejaban dormir en paz a los hombres recostados en la mediocridad que se habían construido. Y así, tantos fueron perseguidos e incluso pagaron con su vida la fidelidad a la vocación recibida.

En el evangelio, Marcos recordaba una intervención de Jesús en la sinagoga de Cafarnaún, que causó profunda impresión entre los presentes por su modo de hablar porque, decían, no enseñaba como los escribas, sino con autoridad, confirmando con signos las palabras que pronunciaba. Aunque el texto del evangelio no usa el término profeta, sin duda alguna la imagen de Jesús en esta escena, y en otras paralelas, evocaba la promesa del Deuteronomio y se podía reconocer en aquel hombre un profeta de Dios, que abría el espíritu de quienes le escuchaban a una esperanza nueva.

Esta escena resume lo que, a lo largo de su evangelio, Marcos intenta delinear acerca de la verdadera imagen de Jesús: él es el Profeta que comunica la Buena Noticia de Dios a los hombres, ungido por el Espíritu desde el bautismo, cuya potencia acompaña su ministerio de la palabra; es el Maestro que con paciencia enseña a los suyos la realidad del Reino; es el Hijo del hombre y el Siervo de Dios, que en la humildad de su condición humana asumirá la exigencia de su función mesiánica, aceptando generosamente la muerte en la cruz, para llevar a cumplimiento las Escrituras.


Quienes escucharon a Jesús y quedaron asombrados por el poder y autoridad que demostraba, contaron a su vez a otros la experiencia vivida, la impresión recibida, de modo que, como dice Marcos, su fama se extendió en seguida por todas partes. A lo largo del evangelio las muchedumbres se entusiasmaban a menudo pero fácilmente se volvían atrás, y así fueron estas mismas multitudes que, movidas por los responsables de Israel arrancaron del procurador romano la sentencia de muerte para Jesús. Si hemos escuchado el mensaje de Jesús, si hemos comprendido la potencia divina que hay en él, hagamos nuestra la recomendación del salmo que se canta hoy: Ojalá escuchéis hoy su voz: no endurezcáis el corazón. Abramos el corazón y decidámonos, una vez por todas a seguir la llamada del Señor, para poder gozar un día de su Reino.
Jorge Gibert Tarruell
Monje cisterciense

24 de enero de 2015

Domingo 3 del Tiempo Ordenario C.B

       
"Después que Juan hubo sido encarcelado,
 fue Jesús a Galilea, predicando la buena nueva de Dios"
          Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el evangelio. Así Jesús inició su predicación, su ministerio por tierras palestinas y, después de dos mil años de Iglesia, este mensaje continúa siendo proclamado, pues no ha perdido su actualidad por parte de Dios, que continua invitando a los hombres a la conversión para que puedan entrar en su Reino. Por desgracia, por parte de los hombres este mensaje ha ido relativizándose, perdiendo la fuerza y, a veces incluso, ante la llamada a la conversión hay quien se permite decir con sorna: Y ¿en qué hemos de convertirnos? Y de esta manera se banaliza la cuestión.

La lectura del libro del profeta Jonás recordaba el esfuerzo de conversión de Nínive, la gran capital del imperio asirio, un texto que, sin duda, puede hacer sonreír a muchos, pues no es fácil aceptar que, en aquella urbe enorme, todos desde el rey al último desgraciado, adopten posturas de conversión, sólo porque a un buen hombre que se las da de profeta, se atreve a anunciar la próxima destrucción de la ciudad. En verdad todo esto parece una fábula sin sentido, inaceptable para una mente que se considera razonable y equilibrada. Y sin embargo la llamada de Dios a la conversión está ahí, a la puerta.

Cualquier llamada a la conversión es cuestión compleja, mucho más grave de lo que parece a primera vista, pues no se trata de una cambio más o menos superficial. La llamada a la conversión exige, en el fondo, aceptar la idea de un Dios, creador de todo lo que existe, de un Dios legislador que señala a los hombres unas pautas para su comportamiento en la vida de cada día, de un Dios ante el cual, se quiera o no se quiera, habrá que rendir cuentas un día. Y es esto precisamente lo difícil, lo que se rechaza. ¿Por qué el hombre ha de depender de alguien, aunque sea de un Dios, un Dios que permanece demasiado tiempo escondido y sólo hace llegar su palabra por medio de personas que distan mucho de ser testigos fiables? Toda conversión supone dejar espacio a Dios en nuestra vida. He aquí el punto neurálgico del problema.

Porque a fin de cuentas, el problema que plantea la conversión es el mismo que, según el libro del Génesis, explica la transgresión de los primeros padres: ”Si coméis del fruto prohibido conoceréis el bien y el mal, seréis como Dios”. El hombre de hoy vive en un mundo en el que la técnica intenta resolver todos los problemas, y, en consecuencia, deja poco espacio para Dios, que aparece cada vez menos necesario, e incluso a veces como un aguafiestas, que desbarata nuestros planes. De ahí es fácil insistir con energía en favor de la autonomía del hombre, afirmando que no necesita estar sometido a nada y a nadie, y así, como decía un autor, para que el hombre viva, Dios tiene que morir. Seguir por esta línea, puede conducir muy lejos y, al mismo tiempo, aportar pocas respuestas y soluciones.

Quienes pretendemos celebrar el domingo, el día del Señor, lo hacemos porque creemos en Dios, porque confesamos que Jesús es el Hijo de Dios, venido al mundo para salvar a la humanidad y conducirla al Reino de los cielos. Hemos de acoger la advertencia de Jonás a los ninivitas de que conviene convertirse, reconocer ante Dios nuestro pecado y dar comienzo a un nuevo modo de ser. Como un día lo hicieron los corintios, hemos de aceptar la indicación de Pablo de que el momento es apremiante, porque la representación de este mundo se termina. Y también hemos de hacer nuestra la invitación a convertirnos y creer en el evangelio. 

Dios nos llama a la conversión, pero nos llama también a ser pescadores de hombres, a trabajar para que la llamada, el mensaje, llegue a todos los hombres. Escuchar la llamada no es difícil. Responder a la misma es más complicado. Pues todos tendemos a interpretar la llamada de Dios, haciendo que se acomode en lo posible a nuestro plan, a nuestra conveniencia, aunque para ello haya que mitigar el sentido radical de la llamada de Dios. ¡Cuántas veces queremos hacer nuestra propia voluntad, barnizada de modo que parezca voluntad de Dios, en lugar de ponernos a disposición de Dios, como nos lo muestran los apóstoles e incluso el mismo Jesús! Hoy por hoy tenemos tiempo. Aprovechémoslo para llevar a cabo cuanto Dios nos pide, nos propone, cuanto espera de nosotros.

Jorge Gibert Tarruell
Monje cisterciense

18 de enero de 2015

Domingo 2º del Tiempo Ordinario CB


          Samuel estaba acostado en el templo del Señor, donde estaba el ara de Dios. El Señor llamó a Samuel, y él respondió: Aquí estoy. Esta página del Antiguo Testamento, llena de sencillez y frescor nos hace revivir la experiencia del joven Samuel, un muchacho que vivía en el templo dedicado al Señor, pero que, según se nos dice, no conocía al Señor, pues nadie le había explicado la palabra de Dios. Puede suceder que también nosotros, que frecuentamos a menudo la casa de Dios, no nos hayamos aplicado a escuchar y a entender su Palabra, de modo Dios pueda ser un desconocido para nosotros. Samuel, a pesar de no conocer al Señor, demuestra una actitud disponible y sabe responder inmediatamente. No tiene miedo a responder: Habla Señor, que tu siervo te escucha. Y el texto termina diciendo que Samuel crecía y Dios estaba con él y ninguna de sus palabras dejó de cumplirse.

En este ambiente de llamada de parte de Dios hemos de leer el  evangelio de hoy. Jesús pasa, haciendo su camino y, de alguna manera arrastrados por este pasar de Jesús y después de escuchar las palabras del Bautista, los discípulos van en pos de él. Jesús les invita a estar con él, y después de la experiencia, ya no le dejan. Más aún, Andrés se esfuerza por llevar a Jesús a su hermano Pedro. En este pasaje el evangelista juega con los verbos ver y mirar. Juan se fija en Jesús que pasa, Jesús ve a los que le siguen; éstos ven donde vive el Señor, Jesús mira a Pedro. El juego de estos verbos ayuda a entender el sentido de la vocación. La vocación es una llamada que Dios dirige al hombre, pero éste no pierde su libertad de acción, su responsabilidad: ha de prestar atención, fijarse, ha de ver, ha de seguir, ha de convencerse, ha de decidirse, sin volver la mirada hacia atrás. Sólo así podrá quedarse, permanecer con Jesús en la paz.

Jesús es el primer llamado, por decirlo así. La llamada que Jesús ha recibido queda definida en la frase de Juan: Este es el cordero de Dios. Esta enigmática frase quiere decir que Jesús es el verdadero Isaac, ofrecido en sacrificio, es el cordero pascual que significa la liberación de Israel, es el siervo obediente, que dará su vida por su pueblo. Precisamente porque Jesús ha entendido su vocación no se queda parado, pasa, camina, va hacia el cumplimiento de su misión. Los que quieran ir en pos de él, después que han visto el camino y la meta que Jesús ha mostrado han de imitarle, no pueden perder tiempo, han de seguirle, no podrán pararse hasta que se queden con él, allí donde vive.

A menudo, cuando se habla de vocación se entiende sólo de aquellos que abrazan o el ministerio sacerdotal o la vida religiosa, pero esto es una visión empobrecedora y limitada. La llamada de Dios va dirigida a todos los miembros del pueblo de Dios, no sólo a aquellos a los que se les encomienda una función de servicio. Todos los que hemos sido bautizados hemos sido llamados por Dios, para realizar nuestra propia misión en el cuerpo que es la Iglesia. No vale conformarse a ser del montón, a ir tirando, con más o menos convicción. No podemos olvidar que Dios espera y llama a todos, que nos ha dado una misión a cumplir, una función a llevar a cabo,m y esta misión es ser algo, dar a la propia vida un sentido.

La llamada de Jesús, cuando se recibe con fe viva, toca no sólo la inteligencia o la voluntad, sino todo la persona. Un ejemplo de lo que digo lo hallamos en la segunda lectura de hoy: Pablo intenta resolver un problema moral, la práctica de la fornicación, que entorpecía a la joven iglesia de Corinto y demuestra como la fe en Jesús transforma la situación real del hombre. Quién ha seguido a Jesús y ha decidido permanecer junto a él, sabe que su cuerpo, y no sólo el espíritu, es de Dios, porque ha llegado a ser una cosa con él, porque es miembro de su cuerpo. Dios que ha resucitado a Cristo, hace de nosotros templos de su Espíritu, en espera del momento en que resucitará también nuestros cuerpos. El hombre que ha creído no puede pecar contra su cuerpo, porque ahora está unido a Dios, forma un solo espíritu con él.

Jorge Gibert Tarruell
Monje cisterciense

10 de enero de 2015

Fiesta del Bautismo del Señor


         Detrás de mí viene el que puede más que yo. Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo. Hoy la Liturgia  invita a recordar el rito al que, como cuentan los evangelios, se sometió  Jesús y que tuvo lugar en el Jordan por manos del Precursor, Juan el Bautista. Y la pregunta que surge espontanea es: ¿Qué puede significar el bautismo de Jesús, para él, y también para nosotros? ¿Y qué significa el bautismo para cada uno de nosotros?

Juan bautizaba con agua a quienes, después de escuchar su predicación, aceptaban iniciar un camino de conversión, en espera del prometido Mesías. Un día Juan vio venir a su pariente, el Hijo de María, para recibir el rito del baño de agua. Y Juan cumplio el rito una vez más. Pero aquel gesto estaba cargado de significado. Apenas bautizado Jesús, se hizo oir la voz del Padre reconociéndole como su Hijo amado, como predilecto y, al mismo tiempo, el Espíritu de Dios se poso sobre él, para significar la obra mesiánica que comenzaba. En efecto, el acontecimiento del Jordan cambió la vida de Jesús, pues pasó, de la vida escondida en el ambiente familiar, a la misión mesiánica; de la tranquila Nazaret a un transitar por caminos, campos, pueblos y ciudades. Fue un cambio radical, de graves y decisivas consecuencias, para su persona y para el resto de los hombres, para los que se abrían nuevos horizontes.

Para entender en su profundo significado el hecho que celebramos conviene, sobre todo, leer la primera catequesis de Pedro a los paganos, concretamente al centurión Cornelio y a los suyos, presentando a Jesús como el ungido de Dios con la fuerza del Espíritu Santo, para hacer el bien y traer la paz a todos los hombres. De esta manera, el apóstol constata que la antigua profecía del libro de Isaías, que hemos escuchado en la primera lectura, que evocaba al siervo elegido y preferido de Dios, para ser alianza del pueblo y luz de las naciones y traer el derecho en la tierra, es una realidad en Jesús de Nazaret.

La memoria del bautismo de Jesús nos invita a reflexionar también sobre lo que significa haber sido bautizados. El rito, aparentemente inocuo, de nuestro bautismo entraña también para nosotros un cambio. La teología dice que pasamos del pecado a la gracia, que somos hechos hijos de Dios, hermanos y coherederos de Jesús. Pero es necesario reconocer que demasiado a menudo no se tiene conciencia de esta transformación que Dios mismo opera en nosotros, siempre en el ámbito de la fe. Si no creemos en Jesús, si no queremos abrazar su evangelio de vida, el rito no pasa de ser un gesto banal e inútil.

En el bautismo comenzamos un nuevo camino, enmarcado por la fe en Jesús y en el compromiso evangélico. El bautismo que recibimos un día exige crecer constantemente en la fe, pide dejarnos evangelizar continuamente por la Palabra de Dios, para que nuestra conversión no se detenga nunca. El bautismo nos hace constructores de una sociedad que tiene como cimientos insustituibles la verdad, la justicia, la libertad y la paz. Quien ha sido bautizado no puede colaborar con culturas que se complazcan en la muerte, en la injusticia, en la esclavitud, en la envidia, en el odio, en la violencia, en la guerra, en la división, en la ambición obsesionante, en la búsqueda desenfrenada del placer y de la satisfacción de los instintos. Ser bautizados es un compromiso y hace estremecer la ligereza con la que tantos cristianos, ministros o fieles que sean, que en la práctica se olvidan de la palabra dada y se comportan, como diría san Pablo, como enemigos de la cruz de Jesús.

En el mundo en que vivimos es fácil constatar como Dios, Jesús y el mensaje de vida y de esperanza que ofrecen, quedan a menudo marginados como algo ya superado. Por esto es conveniente que hoy tratemos de reflexionar en el compromiso que adquirimos el día de nuestro bautismo, para tratar de responder, para ser fieles a la palabra dada. Dios no deja de reconocernos hijos suyos, de darnos a manos llenas su Espíritu. A nosotros toca responder a esta llamada a la gracia, a la vida.

6 de enero de 2015

Fiesta de la Epifanía del Señor



      “Se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre”. Cada vez que confesamos nuestra fe recitando el Credo, afirmamos  que Dios quiso hacerse hombre, participando de nuestra existencia, para ayudarnos a dar sentido a la vida que pasa y asegurarnos que, incluso después de la muerte, la vida no termina. Por esta razón, en la medida en que creemos, preocupa constatar que muchos están aprendiendo a prescindir de Dios. Y al decir que pasan de Dios quiere decir que lo ven todo y lo organizan todo de tejas para abajo, sin ninguna referencia a un nivel espiritual. Esta realidad debería conducirnos a ser más concientes de nuestra fe, para traducir en nuestra vida la fe que proclamamos de que Dios se hizo hombre, como recuerdan las lecturas que la liturgia  propone en este domingo.

La primera lectura recordaba la historia del rey David. Este monarca, después de haber vencido a sus enemigos, reunificado a su pueblo y establecido su capital en la ciudad de Jerusalén, deseó construir un templo para el Señor, su Dios. Construir sólidos edificios a la divinidad, era para los monarcas de aquel tiempo, un modo de asegurar la ayuda del cielo para fortalecer su poderío y tener, de alguna manera, a Dios a su alcance. Pero el Dios de Israel, que es nuestro Dios, no tiene necesidad de templos materiales, porque está presente en todo lugar, en el cielo y en la tierra. Dios no puede aceptar iniciativas humanas que tiendan a dominarlo. Las palabras del profeta Natán a David contienen un mensaje válido también para nosotros. No interesa  construir estructuras o ideologías, sean religiosas o socio-políticas, sino trabajar para construi una casa, una familia, un pueblo de hombres  y mujeres libres que vivan en la justicia, en el derecho y en la paz. Para realizar este proyecto, Dios promete a David una dinastía perpetua.

La historia, al hundirse el estado fundado por David, se encargó de demostrar que aquella promesa no se refería a una descendencia carnal. La reflexión del pueblo de Israel, primero, y de los cristianos, después, llevó a ver en esta promesa el anuncio del Mesías, del Hijo de Dios hecho hombre, Jesus de Nazaret, a quien confesamos Señor y Rey, que el apóstol Pablo, en la segunda lectura ha definido revelación del misterio mantenido secreto durante siglos eternos y manifestado ahora para traer a todas las naciones a la obediencia de la fe.

Pero Dios, en su obra salvadora, cuenta siempre y en todo lugar con la humanidad para que colabore libremente a su vocación. El evangelio que leemos hoy, al recordar el anuncio del ángel a María, ha recordado el momento en que Dios pedía a la humanidad, representada de alguna manera por la doncella de Nazaret, su consentimiento a la obra de salvación. El amor, la plenitud y la fidelidad de Dios se encuentran con el amor, la humildad y la disponibilidad de María, haciendo posible la realidad de la salvación, que, a decir verdad, aún no ha mostrado toda su dimensión. María, con la concepción del Verbo hecho carne, llega a ser casa de Dios. María es imagen de la Iglesia, formada por todos los creyentes, verdadera casa de Dios, en espera de la casa definitiva, que será la Jerusalén del cielo, en la que todos los salvados vivirán en comunión definitiva con el mismo Dios. Pero es necesario que también nosotros, como María, sepamos responder con un si generoso, hecho no sólo de palabras sino sobre todo de acción, de obra, día tras día.

Abrámonos a la solicitud de Dios, acojamos con la misma generosidad de María al Señor que viene, de tal manera que la celebración de la Navidad, a la luz de la revelación cristiana, nos haga sentirnos de verdad casa de Dios, familia de Dios, que nos haga sensibles al valor de la dignidad de todos y cada uno de los humanos, que son en definitiva nuestros hermanos. Que la realidad del misterio de la Navidad nos haga más sensibles, y nos permita romper las murallas que nos encierran en el egoísmo y nos impiden ver y amar en el hermano a aquellos a quien Dios ama, y por los cuales ha querido ser el Emmanuel, el Dios con nosotros.