24 de diciembre de 2015

OS ANUNCIO UNA GRAN ALEGRÍA

          

            “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierras de sombras, y una luz les brilló”. Estas palabras del profeta Isaías trataban de reanimar la esperanza del pueblo, abrumado por la amenaza de Asiria, que anunciaba muerte y destrucción. Pero Dios, por medio de su profeta anuncia un mensaje de esperanza, el nacimiento de un niño que se sentará sobre el trono de David y traerá la justicia, el derecho y una paz sin límites. Aunque las palabras del oráculo se referían, en primer término, a la figura del rey Ezequías, que pudo mantener su reino sin caer en manos asirias, la tradición del pueblo judío primero y la Iglesia cristiana después, han visto en este oráculo un anuncio de la llegada de la salvación divina que vendría de mano de un descendiente de David, que se ha identificado con el Mesías esperado, para nosotros Jesús, Hijo de Dios hecho hombre, nacido de la Virgen María.

            Lo que el profeta anunciaba para un futuro lejano, san Lucas lo ha descrito en el evangelio como realizado. Mientras las tinieblas de la noche cubrían la tierra, una luz que viene de Dios acompaña el anuncio del nacimiento del Hijo de María, que es el Salvador, el Mesías, el Señor. La contemplación del Nacimiento de Jesús en Belén, acogido por María y José, cantado por los ángeles, adorado por los pastores, puede convertirse para nosotros en evasión, olvidando, aunque sea por unos momentos, la realidad concreta de cada día, con sus penas y trabajos, con sus esperanzas y sus desilusiones. Celebrar la Navidad del Señor  ha de abrirnos para aceptar en todas sus consecuencias el don de Dios que hoy hace a los hombres: su Hijo único, que ha asumido nuestra naturaleza humana.

            En efecto, el Hijo de Dios se ha hecho hombre, ha querido ser uno de nosotros, para hacer suyo todo lo que supone la vida humana, sin excluir ni el sufrimiento ni la muerte. Y se ha hecho hombre para manifestarnos el amor con el que Dios ama a todos los hombres y con el que debemos amarnos unos a otros. La celebración de la Navidad nos invita a entender este amor de Dios, que es don y servicio orientado al bien de la humanidad, para obtener la liberación de toda suerte de esclavitud, para reconciliar a los hombres con Dios y entre sí, para formar lo que llamamos el Reino de Dios, esta fraternidad universal en la que los hombres puedan vivir según la voluntad de Dios.

            Pero la luz y la alegría de la Navidad no deben ni pueden impedirnos constatar que vivimos en un mundo que está muy lejos de ser el paraiso que los profetas anunciaban junto con la salvación de Dios. Para nosotros, cristianos, Jesús, el Mesías, nació hace dos mil años y predicó un evangelio de amor, justicia y paz. Pero nuestro mundo  está dominado por la injusticia y la ambición, que generan diferencia de clases, odio, guerra, violencia. Los responsables de los pueblos trabajan para ofrecer un ambiente de bienestar y tranquilidad, pero a veces no nos damos cuenta que este esfuerzo tiene un precio sumamente alto, pues muchas personas quedan reducidas a la miseria, y a penas pueden subsistir.


            Celebrar la Navidad para nosotros, creyentes en Jesús, ha de significar entender el inmenso amor que Dios siente por los hombres y que lo ha demostrado haciéndose hombre a su vez.         Es en este sentido  hemos de interpretar las palabras de san Pablo cuando invita a renunciar a una vida de impiedad, a una vida sin religión, a una vida en la que la fe o queda marginada o incluso suprimida. Como remedio propone llevar una vida sobria, una vida honrada, y una vida de piedad para mantener viva nuestra rela-ción con Dios. Con esta  actitud podremos esperar la gloriosa aparición de nuestro Señor Jesucristo, cuando llegue al final de nuestra existencia, aparición de la que es anuncio y prenda la celebración de esta noche. Despertemos pues a una vida nueva, abramos nuestro es-píritu a la esperanza, dejándonos salvar por Jesús.

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