9 de enero de 2016

BAUTISMO DEL SEÑOR Ciclo (C)

           


                        
             “Yo os bautizo con agua, pero viene el que puede más que yo y él os bautizará con Espíritu Santo y fuego”. Juan el Bautista advertía a  quienes se presentaban para escucharle que su ministerio era simplemente una preparación para recibir la salvación que estaba por llegar, y que su bautismo no era más que un anuncio del que el Mesías ofrecería, un bautismo de Espíritu y fuego, que traería para todo el que lo recibiese la salvación que Dios ofrece a los hombres. Y un día, ante el Bautista se presentó el que estaba por venir, que pidió a Juan ser bautizado junto con todos los que reconocían sus pecados y esperaban al Mesías. La tradición cristiana se ha preguntado sobre el sentido que puede tener que Jesús, el que venía a quitar los pecados del mundo, quisiera comportarse como los demás hombres pecadores.

            Los Padres y comentaristas de este episodio afirman que el sentido del mismo se encuentra en su momento final, cuando, según el evangelista se abrió el cielo, bajó el Espíritu Santo sobre Jesús en forma de paloma, y vino la voz del cielo: “Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto”. Jesús de Nazaret, el Hijo de María, es reconocido públicamente por Dios como su Hijo, como el enviado, el Mesías, el heredero de las promesas y la plenitud del Espíritu de Dios se posa sobre él para que pueda llevar a cabo la obra de salvación que le ha sido confiada. Las palabras de la voz del cielo han de interpretarse en el contexto de los cánticos del siervo de Yahvé del libro de Isaías, que anuncian que Jesús es el verdadero siervo, con cuya inmolación se consumará la redención.

            La realidad de esta manifestación, de hecho, quedó reservada al mismo Jesús y a Juan, ya que no se habla de que hubiese sido percibida por la muchedumbre presente. Sin embargo, el cuarto evangelio informa como el Bautista, testigo del hecho, no se calló, sino que lo fue anunciando, porque esta visión convalidaba definitivamente su actividad como Precursor. El bautismo, que los discípulos de Jesús recibieron de su Maestro para comunicarlo a los creyentes del mundo entero no sería sólo una ablución más o menos religiosa, sino el signo  que contendría la presencia de la Trinidad: el Padre acogiendo al recién bautizado, y en Jesús, por Jesús y con Jesús, reconociéndole como hijo, colmándolo con la plenitud del Espíritu.

          Los evangelistas, al transmitir el encargo que Jesús confió a los apóstoles después de Pascua, y que explica la actividad que la Iglesia ha llevado a cabo durante dos mil años, recuerden la necesidad de predicar y de bautizar a los que crean a sus palabras. Jesús no propone  un rito mágico, sino un signo que señala la incorporación en la Iglesia de los creyentes y a la vida trinitaria. El bautismo, para el individuo que lo recibe, es el gesto que le ayuda a tener conciencia de la opción que hace de seguir a Jesús y a su evangelio, del compromiso que asume personalmente y ante los demás creyentes. De la parte de Dios, este signo externo significa y lleva a cabo una realidad importante: el bautizado se convierte en hijo de Dios, se incorpora al cuerpo de Cristo, forma parte de la Iglesia.

           Desde esta perspectiva cabe preguntarse: ¿Nosotros que por el bautismo nos hemos puesto de parte de Jesús, somos fieles a las exigencias que comporta el compromiso que hemos asumido? No estará de más recordar que Jesús dijo un día: “Si uno se pone de mi parte ante los hombres, yo también me pondré de su parte ante mi Padre en el cielo. Y si uno me niega ante los hombres, yo también lo negaré ante mi Padre del cielo”. Que la conmemoración del Bautismo de Jesús nos ayude a renovar nuestra conciencia de bautizados, de modo que sepamos mostrar con nuestra vida de cada día, la realidad del bautismo que hemos recibido.

5 de enero de 2016

Fiesta de la Epifanía del Señor (Ciclo C)

          

            “Ha sido revelado ahora por el Espíritu el misterio que también los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la promesa en Jesucristo, por el Evangelio”. Estas palabras del apóstol Pablo resumen el contenido de la solemnidad de la Epifanía del Señor. Epifanía es un término de la lengua griego que significa manifestación, aparición, revelación y que la liturgia cristiana ha adoptado para recordar la dignación de Dios a manifestarse a los hombres en el misterio de la encarnación de su Hijo. Nosotros, cristianos, creemos y afirmamos que el Hijo de Dios, la Palabra que siempre ha estado junto al Padre, y que ha querido asumir nuestra misma naturaleza y convivir con los hombres y mujeres de su tiempo, para comunicarles el mensaje de salvación del que es portador. 


            Si en el evangelio de la noche de Navidad Lucas hablaba de unos pastores judíos que velaban en la noche junto a sus rebaños y fueron los primeros en recibir el mensaje del nacimiento del hijo de María, hoy es Mateo que hace llegar a los pies del recién nacido a unos personajes no judíos, venidos de Oriente, siguiendo una estrella. Mateo propone de hecho un mensaje acerca del Mesías, el esperado Salvador del mundo, envuelto en determinadas coordenadas históricas que le dan viveza, que ayudan a retener los detalles y percibir su verdadero contenido de dimensión teológica.

            Mateo habla de unos personajes, a los que da el apelativo de magos, término ambiguo que por el contexto hay que entender como gente dedicada al estudio de los astros. Igualmente imprecisa es la indicación de su procedencia. Es bien poco y por esto la piedad cristiana ha confeccionado leyendas alrededor de estos personajes. Lo que interesa sobre todo es saber que estos hombres, estos magos descubrieron una estrella y supieron interpretarla como signo de un nuevo Rey, que debía salvar a los hombres. Les basta algo tan fugaz como el brillo de una estrella, para dejarlo todo de lado y convertirse en peregrinos en búsqueda de su ideal. Como comentan los Padres, a los pastores judíos fueron ángeles que les movieron, a los paganos una simple luz del cielo. Vieron la estrella, un signo, pero creyeron y no pararon hasta postrarse ante un niño, que de hecho es otro signo. Los magos ven un pobre niño envuelto en pañales, signo de su condición humana, que sólo será Rey, Mesías y Señor en la gloria de su resurrección.

            Mateo, para expresar gráficamente la actitud de adoración de los magos ante el Niño, o si se prefiere para mostrar que la fe no puede quedar en simple adhesión mental, habla de los dones que le ofrecieron: oro, incienso y mirra. La devoción de los Padres de la Iglesia se ha entretenido en buscar significados a estos tres dones viendo en el oro, en cuanto signo de poder, la condición regia del Mesías recién nacido, en el incienso, elemento importante en el culto del templo de Jerusalén, la dimensión sacerdotal de Jesús, que en la cruz se ofrecerá como víctima de salvación. En la mirra, substancia olorosa muy usada en el antiguo oriente, se ha querido ver un anuncio velado de la sepultura del Señor. La oración sobre las ofrendas nos recordará hoy que aquellos elementos eran signos materiales que aludía al misterio de Jesús que hoy está presente en los dones del pan y del vino.


            Lo importante es retener que todo peregrino de la fe debe traducir en formas concretas la nueva realidad que le ha iluminado. Por si no bastase, Mateo concluye su relato diciendo que los magos recibieron un oráculo, para que evitaran a Herodes y volvieran a sus tierras por otro camino. El que ha sido iluminado, el que se ha revestido de Jesús, el que ha llegado a confesar su fe, no puede quedarse en los caminos trillados, que no conducen precisamente a la vida. Es una invitación a la conversión que constituye uno de los puntos importantes del mensaje de Jesús, que no cesa de repetirnos: “Convertíos, que el Reino de Dios está cerca”. Acojamos con la prontitud y geneosidad de los magos la invitación del Señor.

2 de enero de 2016

II DOMINGO DE NAVIDAD

        

    “A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer”. Estas palabras de san Juan hacen palpar la gran paradoja de la fe cristiana: La lejanía y a la vez la cercanía de Dios para con nosotros. De una parte Dios es el gran desconocido. Nadie en la historia de la humanidad ha podido pretender haber visto a Dios cara a cara, conocerle tal como él es, en su esencia inmensa y omnipotente. Pero al mismo tiempo, Dios no ha querido quedar escondido en una profunda y tremenda oscuridad, sino que de muchas maneras ha intentado acercarse a los hombres, darse a conocer, para establecer un diálogo con ellos.

            El autor de la carta a los Hebreos dice: “En distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los profetas”. Esta afirmación hay que entenderla abrazando toda la revelación que, poco a poco, ha sido hecha a la humanidad para que conociera a Dios de alguna manera. Y ésto, no solamente en la linea representada por la fe judeocristiana, sino también en todas las demás corrientes de pensamiento y espiritualidad que han ido apareciendo a lo largo de la historia. Pues, como reconoce el Concilio Vaticano II, en la Declaración «Nostra ætate» sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas, estas otras formas religiosas encierran también algo de santo y verdadero, y reflejan un destello de la Verdad eterna e indefectible que ilumina a todos los hombres.

            Dios pues, sin dejarse ver cara a cara, ha querido que el hombre descubriera paulatinamente su pensamiento, su voluntad, lo que en verdad esperaba de los humanos. Nuestro Dios no está encerrado en sí mismo, sino que reclama de los que quieren rendirle culto como elemento primordial una atención respetuosa hace los demás hombres. El programa está claro y perdura sin duda hasta hoy. Cualquier deseo de complacer a Dios pasa por la atención decidida a las necesidades del hermano, sea quien sea.

            La inicial y paulatina manifestación de Dios alcanzó su momento culminante cuando Dios quiso hablar por su Hijo Jesús, al que ha constituido heredero de todo y por quien ha ido realizando las edades del mundo. En aquel niño de carne y hueso, nacido de la Virgen María, cantado por los ángeles y manifestado a los pastores, el mismo Hijo de Dios, su Palabra hecha carne, vino con la misión fundamental de dar a conocer a Dios, al Padre como ama llamarle Jesús. A Dios pues sólo podemos conocerlo a través y por medio de Jesús, de sus enseñanzas, de su evangelio. Y cabe preguntarnos: Y yo, ¿cómo conozco a Jesús? ¿He trabajado sinceramente para profundizar en mi fe, para superar los límites de mi formación cristiana, recibida seguramente en mi infancia, para llegar a descubrir a Jesús como el Mesías, el Señor, el amigo con el cual he de construir mi existencia, el que ha de acompañarme en las vicisitudes de la vida, buenas o malas que sean? Por desgracia la experiencia muestra que el nivel de formación religiosa entre los que nos llamamos cristianos y católicos a menudo es sumamente elemental, y hace posible que las dudas y los planteamientos seculares minen la posibilidad de una relación adulta con Jesús, e incluso puedan ahogar la fe, para caer en un agnosticismo autosuficiente con pretendidas respuestas a todos los problemas que acucian al hombre de todos los tiempos.


            Aprovechemos este tiempo de Navidad, estos días del Dios con nosotros, para revisar nuestra relación personal con Jesús y ver el modo de actualizar nuestra fe, una fe adulta, exigente, comprometida, que nos haga salir de nuestro confortable y más o menos cómodo reducto religioso y nos disponga al combate de la vida. En contra de lo que se ha dicho a menudo, una fe cristiana sólida no significa evasión sino más bien dedicación plena a las necesidades del mundo y de la sociedad, un saber estar en la brecha para construir guiados por la luz que es Jesús, la Palabra que ha acampado entre nosotros.